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domingo, 28 de junio de 2009

Costumbres raras

1er Premio Segunda Convocatoria de Microcuentos EL DINOSAURIO

— ¡Ahí viene otra vez!¡escóndanse! — dijo el sapo más viejo
— ¡Te llena la jeta de saliva! — acotó un sapito
— ¡Repugnante! — sentenció el sapo educado
La princesa, etérea y radiante, iniciaba su ronda habitual de besos.

Ch'in Er Shi

3er Premio Segunda Convocatoria de Microcuentos EL DINOSAURIO

Er Shi Huang Di, el segundo emperador de China, buscó la isla de Zhifu interesado en la inmortalidad; tal como lo hiciera su padre, el legendario Ch’in Shi Huang Di.
Demostrando una vez más, que al destino lo hace la suerte; a pesar de ser notablemente menos capaz que Ch’in, Er sí encontró la vida eterna. Pero no supo qué hacer con ella. Hoy atiende un puesto de comida china en Retiro. Los parroquianos se sonríen y le palmean condescendientemente la espalda cuando cuenta cómo escapó de la rebelión de Liu Bang, en el doscientos siete antes de Cristo.

sábado, 20 de junio de 2009

Por favor, mamita

Me voy a portar bien, voy a ser un niño bueno. Yo la voy a cuidar. Mamita, por favor, no me entierre vivo sólo porque lo dice el chamán de la tribu.

Ella nos enseñó a descubrir mundos mágicos

Las clases con la señorita Tita eran pura poesía. Pensá que teníamos, no sé, seis años; o siete alguno que repetía; no más grandes que eso; y la mayoría con un julepe bárbaro porque apenas dejábamos nuestras casas para entrar a ese otro mundo, el de los niños de impecable blanco, como decía la directora. No había Jardín de Infantes ni aclimatación con nuestras viejas. No señor. Primeros días de marzo, olvidate de la infancia, chau mamá, y adentro, a clases.
Pero con ella ¡que delicia! Tenía el don hacerte sentir en el patio de tu casa, jugando con tus amigos.
Cierta vez nos pidió que llevásemos plastilinas de colores. Ese día la Señorita Tita entró al aula, y nos dijo:
—Hoy vamos a fabricar pájaros.
Nos dio algunas indicaciones y, con las manitos sucias después del recreo largo, empezamos a moldear bolitas chiquitas y grandes que juntábamos, unas con otras, remedando algo lejanamente parecido a un ave. Y entonces, cómo decirte, se hizo el milagro. Ella empezó a pasearse entre los bancos, diciendo:
—Qué bien, María
—Te felicito, Rubén
—Muy lindo, Mario
mientras acariciaba nuestras cabecitas.
Y después de esa caricia, en nuestras manos, esas estatuitas deformes de plastilina se transformaron lentamente en aquello que cada uno de nosotros había imaginado. Y empezaron a volar.
Aparecieron hermosos gorriones, fantásticas golondrinas, y loritos barranqueros, y benteveos, chingolitos, calandrias, cardenales, canarios, tordos. Algunos más estudiosos, que habían visto dibujos y fotos en algún manual, se le animaron a los flamencos –por aquel entonces yo no sabía que se llamaban así- y a las cigüeñas, y a un pelícano, gaviotas, garzas, petreles. Y dos o tres que tenían una imaginación fabulosa, amasaron unos pájaros extrañísimos que —la memoria, vos sabés, te juega malas pasadas— recuerdo como parecidos a quetzales, guacamayos y aves del paraíso.
Casi al mismo tiempo, las paredes del aula se desvanecieron y nos encontramos sentados en un prado, al pie de la sierra; bajo un cielo luminoso y cristalino; y con nuestros pájaros volando y piando, graznando, trinando, silbando o como se llame al canto de cada especie.
Y nosotros, embelesados, reíamos y gritábamos mientras saltábamos y corríamos de acá para allá, siguiendo sus vuelos con nuestras caritas llenas de vida, en medio de un festival de colores y plumas.
Y la Miriam que gritaba porque el cóndor que había fabricado el Cholito le hacía vuelos rasantes; porque todos sabían que el Cholito gustaba de la Miriam, como se decía entonces.
Y la gorda Alicia se quedaba quietita, con ojos de pánico, porque le tenía miedo a las palomas que le pedían esas semillitas de girasol, que ella llevaba siempre en un bolsillo; sí, las mismas que ahora se llaman pipas.
Y el José carreteaba intentando despegar mientras agitaba sus bracitos imitando el vuelo de un albatros que había inventado.
Y la Estela daba manotazos para agarrar su picaflor. Y la Susi sacaba miguitas de pan de adentro de su cartuchera para tirárselas a un hornerito que la miraba desconfiado. Y el Juancho, cómo no, buscaba piedritas; que por suerte no encontró, para poder usar con su gomera; desesperado ante tanto pájaro suelto y él sin municiones.
Yo miré a la señorita Tita: estaba radiante. Y te juro que ví al sol reflejado en una lágrima, que se me antoja de amor, sobre su mejilla.
Claro que el alboroto que hicimos debe haber sido grande, porque una milésima antes de que se abriera la puerta del aula, los pájaros se detuvieron en el aire. Volvieron las paredes, y el pizarrón, y los bancos, y el piso; se esfumó el cielo y apareció el techo de siempre, viejo y descascarado, con su lamparita solitaria colgando como un triste solcito casi apagado.
Recortada en el marco de la puerta, apareció la silueta de la directora. Adivinamos su gesto adusto de siempre; y se nos vino encima el consabido discurso: que la escuela es un templo del saber, que no se puede permitir tanto ruido, que ¡estos niños!, que el respeto por los demás, que para hablar están los recreos, y dale, dale, dale.
Mientras nos retaba, miré al piso: pedazos informes de plastilina estaban desparramados por todos lados, aplastados, como si hubiesen caído desde gran altura.
La señorita Tita, ajena al discurso y a sabiendas de su semilla plantada, sonreía.

lunes, 15 de junio de 2009

Ley de la Creación

Cada vez que digo “¡Hágase la luz!”, en alguna dimensión ignota se origina un universo nuevo, que dentro de miles de millones de años me adorará como a un Supremo Hacedor

El extraño caso del ahorcado John Horwood

Por aquellos días, yo trabajaba en el Consulado, en 27 Three Kings Yards, y solía instalarme todas las mañanas a eso de las nueve, en el Gordon Ramsay del Claridge’s Hotel—a pocos pasos, sobre Davies Street— a leer, tranquilo, el diario de mi país del día de ayer, que recorría sus buenos doce mil kilómetros para llegar a mis manos; mientras saboreaba un café canelado; que allí preparan como los dioses. En una nota al pie de la sección de noticias generales hacían referencia a John Horwood; y fue la primera vez que tuve contacto con su nombre. Solo se decía que había sido ajusticiado en Bristol a principios del siglo XIX. Aún no sé porqué asociación de ideas el nombre quedó dando vueltas en mi cabeza.
Pasaron dos o tres meses y fue Alice, mi novia escocesa de entonces, que trabajaba en el Foreing Office; quien en vísperas de un viaje suyo a Cardiff mencionó, al descuido, que debía pasar por Bristol, “la tierra donde mataron a Horwood”. Le conté de mi lectura en el Gordon, pero ella no pudo agregar mucho más a lo poco que yo sabía.
En el año siguiente el nombre de John me llegó dos o tres veces más, de manera totalmente casual; y apenas pude saber que se lo había acusado de un crimen pasional.
Finalmente, cierto día, una investigación de rutina encargada por el cónsul me llevó a la biblioteca del Imperial College, en el campus de South Kensigton. En un catálogo de publicaciones antiguas de medicina encontré una referencia al “Cutis Vera Johannis Horwood”; y agregaban que ese libro se encontraba en la Oficina de Registros de Bristol. Estimulado por tanta insistencia fortuita; programé con Alice un viaje en mi próximo franco, un día de entresemana.
Llegamos al viejo edificio de paredes de ladrillo gris de la Record Office, casi a las tres de la tarde de un día frío de finales de otoño. Nos anunciamos en recepción y unos minutos después estábamos oyendo la historia completa, de labios del encargado del archivo.
A los dieciséis años, John Horwood sentía un amor enfermizo por Eliza Balsum, a quien el muchacho le era totalmente indiferente. John llegó a abandonar su trabajo para pasar el mayor tiempo posible cerca de su amada; gastó sus últimos ahorros y hasta robó dinero con qué comprar las mejores ropas para visitarla. Obsesivo y cegado por ese amor no correspondido, amenazó a Eliza con quemar su casa paterna, y la tarde del día de navidad de mil ochocientos veinte, la siguió a un bosque cercano en donde la atacó con vitriolo; y aunque apenas le dañó la ropa, los familiares de ella intentaron vengarse. El logró escapar, según refieren testigos, mientras amenazaba de muerte a Eliza y juraba triturar sus huesos y hacerlos cenizas.
Un día, a fines de enero de mil ochocientos veintiuno, la siguió hasta cerca del arroyo que se encuentra en los terrenos de la que era, por entonces, la finca de los Balsum. Tomó una piedra de gran tamaño y se la arrojó en la cabeza. A causa de este golpe, Eliza murió el diecisiete de febrero. John Horwood fue enjuiciado y sentenciado a morir en la horca, en la New Gaol Prision, en Cumberland Road.
La sentencia se cumplió a primera hora de la mañana del viernes trece de abril de mil ochocientos veintiuno, tres días después de que John cumpliera dieciocho años,en un patíbulo levantado sobre el arco de la puerta de entrada de la cárcel, ante una multitud y según la vieja usanza, una cuerda corta para que el condenado muera más lentamente por estrangulamiento, en lugar de una larga para que el deceso se produzca por rotura del cuello.
El cadáver fue entregado al cirujano Richard Smith, de la Royal Infirmary, para usarlo en una de sus clases de disección. El esqueleto acabó en un museo de criminales ejecutados y (aquí es donde la historia toma un cariz macabro) la piel del ajusticiado fue entregada a un talabartero; quien la curtió y la llevó a un librero que la usó para encuadernar un extenso libro escrito por el cirujano Smith, en el que se relata la historia de John.
Ese es el libro que se guarda en la caja fuerte de la Bristol’s City Record Office. Pudimos verlo en su caja de vidrio. Tiene bordes dorados y cuatro calaveras con tibias cruzadas, en relieve negro, una en cada esquina. Y en su frente puede leerse el título, en letras también doradas, Cutis Vera Johannis Horwood: La piel de John Horwood.
El paso de los años lo ha hecho demasiado frágil para que se lo ponga a disposición del público y solo puede ser consultado en microfilms. En su interior se guarda la factura del encuadernador, quien cobró diez libras por su trabajo. Se detalla, también, el costo de la piel del condenado por la que se pagó apenas algo más de una libra.
Cuando salimos a Smeaton Road, ya estaba oscuro. Las luces de la ciudad se reflejaban, distantes, en el río Avon.
A unos cincuenta pasos de nosotros, y en nuestro camino, vimos a alguien parado, como dirigiendo la vista hacia el edificio de la Oficina. La noche naciente no nos permitía distinguir detalles, y no le prestamos mucha atención. Sin embargo, cuando estábamos a unos pocos metros, Alice se detuvo de golpe. La miré y en sus ojos vi asombro, primero, y pánico después. A nuestro frente teníamos a un hombre joven que parecía no sentir el frío, muy quieto. Una oleada de espanto me subió desde la espalda a la nuca cuando contemplé, tétrica, una cabeza sin cuero cabelludo, sin párpados, sanguinolenta y con unos dientes, que se adivinaban grises y sin labios que los cubriesen. Señalando con una mano lúgubre a la puerta cerrada por la que habíamos salido hacía instantes, nos dijo en un inglés con acento singular
—Mi piel está allí adentro.