Páginas

lunes, 30 de mayo de 2005

Ci yacet pulvis, cines et nihil

¿Te acordás? En al esquina del comedor, que usábamos como sala de estudio, había un mueble chiquito en forma de rinconera donde poníamos los dos relojes despertadores, de aquellos a cuerda. Uno era rojo y nuevo; el otro de un verde pastel desteñido de tanto marcar el paso del tiempo. Nos asombrábamos del poder que tenían: jamás logramos que dieran la misma hora. En el centro estaba la mesa, de gruesos tablones de madera, con algo de estilo Luis XVI, y que alguna vez fuera hermosa; donde se amontonaban los libros de física, las tazas usadas, el mate olvidado del día anterior, los pedazos de pan y los restos de viejos paquetes de galletitas. En esa mesa pesada, escribimos nuestros nombres. Yo debo haber escrito el mío una docena de veces. Vos escribiste el tuyo una sola vez.
Solías venir a casa de mañana, temprano, y en más de una oportunidad revolucionaste el sueño de mis compañeros, con quienes yo alquilaba la casa. Sin embargo, nada importaba. Abrías tu carpeta y nos poníamos a estudiar. Así empezamos. Aprendimos a saborear nostalgias, a pelear por un pedazo de historia. Y fue así, bien simple, bien de todos los días, que aquel otoño te comencé a querer.
Algún diario de los que escribía debe guardar la fecha en que te lo dije y nos empezamos a pertenecer. Por aquella época inventé historias donde éramos los protagonistas. Soñé desde la casa hasta los hijos. Te hice dibujos, cartas y poemas. Nos peleábamos, nos encontrábamos, nos queríamos.
En alguno de esos momentos en que vos eras mi tiempo, me aislé. Desde entonces, mi mundo se compuso sólo por los momentos que compartíamos. Nada más.
Nadie debe haberlo notado, pero en esos días el sol era más naranja que de costumbre y el cielo un poco más azul. Eso fue cuando estábamos juntos.
Pero un día -y eso no creo que lo digan mis diarios- te perdí. Seguí viéndote. Físicamente estabas allí, pero ya no nos encontramos más. El silencio se metió entre los dos y no supe siquiera si ya no me amabas. Respeté tu decisión pero quería que, al menos, me lo dijeras.
Traté de hablarte yo, pero no pude. Y me puse a esperar.
De a poco, el sol cambió su color a un opaco blanco ceniza y mi cielo se llenó de manchas oscuras, cada una más terrible que las demás. Dejaron de importarme mis amigos, y hasta, cosa curiosa, dejó de importarme tu persona. Sólo esperaba tu palabra. Solía pasar horas con la mirada fija en el picaporte de la puerta esperando que tu voz entrase a decirme el porqué, pero no pasó nada.
Con los meses, yo bajaba más y más. Llegó un tiempo en que podían gritarme en los oídos y ni siquiera pestañeaba. Soñaba que la puerta me hablaba con tu voz, pero no podía entender qué decía; entonces, yo seguía bajando.
Sin embargo, un día húmedo como sólo se puede encontrar en abril, decidí que no vendrías. Puse mis pensamientos en orden y abrí, por fin, mi mente al mundo. Vi nuevos pájaros y nuevas nubes, cosas que no estaban antes y gente en la casa que no recordaba. A la medianoche, salí al patio; miré a una luna distinta, y me suicidé.
Han pasado noventa años desde entonces, y nunca más te vi. Sé que en algún momento, en los siglos venideros, encontraré tu voz.
Hoy volví a la casa. Parece que nadie la ha habitado desde aquellos días. Me recibió una red de telarañas. Ci yacet pulvis, cines et nihil. Aquí yacen polvo, ceniza y nada.
Mis diarios han desaparecido.
Mi nombre ya no está escrito en la mesa. El tuyo sigue allí.
Los dos relojes aún juntan tiempo en la rinconera; y, aunque parezca mentira, siguen llevándose endemoniadamente mal. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario