Una tarde calurosa de principios de junio, Herodes Antipas, su esposa Herodías y el prefecto romano Valerio Grato, conversaban amigablemente en los jardines del palacio real de Séforis.
— ¡Me encantan los niños! — decía Herodes — Mi padre; El Grande, Yavhé lo tenga a su lado; me enseño a prepararlos al horno de barro, y con guarnición de arvejas. ¡Son una delicia, mire! Yo le pongo un mejunje que preparo con sal, aceite de oliva, un poquito de albahaca y laurel. Y lo acompaño con un buen vino oscuro de los montes de Yahad. Ahora, eso si, para que sean tiernitos, deben tener menos de dos años. Más grandes, no sé, como que la carne se pone muy fibrosa.
— Lo que le recomiendo que pruebe— acotaba Herodías — es la cabeza de esenio. Hace un tiempo hicimos una, hervida en aguas de melisa y eneldo frescos; y la servimos con zanahorias, puerros y cebollas; un adobe mezcla de tomillo, orégano y salvia, y perfumada con cardamomo y regaliz;
¿Cómo se llamaba este monje, esposo mío?
— Juan
—¡Eso! Juan. El bautista. Como sea, un manjar. Estos esenios ayunan tanto, que la carne, bien magra, me ayuda magníficamente en mi dieta.
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