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sábado, 25 de julio de 2009

Troyano en el caballo de Troya

Dos horas, siete minutos, veintitrés segundos cuarenta y dos centésimas después de haber empezado mi viaje en el tiempo, salí del sueño cuántico colgado de un brazo y una pierna en la compuerta de madera del dichoso caballo, al oscuro (sólo unos tenues reflejos de la luna llena) y dentro de los muros de la casi feliz ciudadela troyana.
-¡Carajo! - dije.
-¡Papadópulosizquierdópulosaantecabeconsegúnsinsosobretrás!- profirió un negro grandote, con yelmo, escudo y espada, sudado, con un terrible olor a bolas, y vestido con una minifaldita ridícula.
- ¡Pará hermano, que me caigo! - le dije.
Era evidente: quería bajar para empezar con el saqueo, y yo me le vine a aparecer justo antes que sacaran la escalerita de sogas.
- Vos debés ser Odiseo ... - alcancé a mencionar, con un hilo de voz.
-¡Geografíapandemiaarchipiélagoclorofila! - dijo, mientras me descargaba un mandoblazo, que alcancé a esquivar apenas.
A esa altura de los acontecimientos, con tamaño despelote, ya se habían avivado los troyanos.
Cuando logré apretar el botoncito para regresar al presente, apenas quedaba un griego, tratando de escalar las murallas de Troya, para escapar a la furia de París y los suyos.
Otra vez en mi laboratorio, me fijé en mi biblioteca. No encuentro la Ilíada. Pero me apareció un libro nuevo de Homero, la Troyánida. En la introducción, dice que el autor era sordo. Hubiera jurado que era ciego.

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