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sábado, 30 de enero de 2010

Euclides…

… demostró que hay infinitos números primos. Tantos como hijos de sus tías en Alejandría, el Épiro, Tesalia, Corinto, Esparta, Atenas, toda la Argólida, Mileto, Abydos, Arcadia, Etolia, Apolonia, Pella, Cytera, Caristos, Itaca... Odiaba las reuniones familiares.

Vengo hasta ustedes desde un Dios muy lejano

El rey sajón que ofrece al rey noruego
Los siete pies de tierra y que ejecuta,
Antes que el sol decline, la promesa
El Pasado, Jorge Luis Borges
El oro de los tigres, 1972

Inconmensurables señores: hoy me presento ante esta asamblea para reclamar justicia y llamar a vuestra indulgencia, exponiéndoles mi caso. Vengo solo, sin mediadores ni protectores, porque entiendo que sabrán ser ecuánimes y creo, firmemente, estar asistido por la verdad.
Soy Raúl Ordóñez. Mis antepasados nacieron en la Hispania. Uno de ellos, el iniciador de la estirpe, se llamó Ordoño, y todos sus descendientes —mi padre, el padre de mi padre y así hasta llegar hasta él— nos llamamos sus hijos. Pero por mis venas corre sangre de otra raza, además de la ibérica: también vengo de los mapuches que habitaron el sur de la América, aún antes de que los barcos españoles llegaran con empeño de conquista. Por eso mi piel es cobriza; mi cabello renegrido y grueso; mi rostro es redondo, con pómulos altos y mentón fuerte y tengo ojos pequeños y negros. Nací en Caleufú, departamento de Rancúl, sobre la Ruta 4, en la Provincia de La Pampa; en una época que se me antoja perteneciente al futuro, si bien no sé en qué tiempo estoy viviendo y ni siquiera si ese concepto es válido aquí. Durante toda mi niñez cultivé la tierra de mis señores; y tuve una pobre educación, apenas la necesaria para aprender a leer y escribir, y para ser un hombre temeroso de mi Dios galileo.
Sin embargo, en algún momento de mi juventud fui reclutado, junto a otros veinte como yo, por un grupo de científicos que trabajaban en un proyecto muy importante, en apariencia, y totalmente secreto. Durante varios años fuimos entrenados en diversas artes, para servir como recolectores de datos y comisionados en distintos destinos. Nos llamaron los Enviados, y nos convencieron de que éramos soldados de la Tecnología, héroes, y que seríamos honrados por las generaciones futuras como Aquellos que Abrieron el Camino. Nunca lo mencionaron, pero estaba claro que no esperaban que volviésemos.
Acepté mi destino, quizá, por las palabras que usaron, o por el ambiente de entusiasmo militar que precedió a una epopeya que se adivinaba trascendente; o por que me sabía cobarde y quise convencerme, así, de que no lo era.
Por artes de encantamiento me tocó en suerte ser enviado al Puente de Stamford, en la mañana del veinticinco de septiembre del año mil sesenta y seis, a la batalla en que Harald Harald Sigurdsson, conocido como Hadrada y último rey vikingo de Noruega, obtuvo del rey sajón sus siete pies de tierra inglesa.
Estuve allí, a su lado, cuando en plena furia guerrera y con su estandarte Landeythan ondeando junto a él, recibió la flecha que le atravesó la garganta y acabó con su vida. Cuando los sajones del rey Godwinson contraatacaron, uno de ellos se precipitó sobre mi con rabia violenta. Por puro y simple acto reflejo, busqué alrededor algo para protegerme y mi mano encontró una espada abandonada con la que intenté cubrirme. La fortuna quiso que mi atacante, en su carrera impetuosa y vehemente, resbalase en las vísceras de un muerto y cayese sobre la espada que yo sostenía, muriendo a mi lado mientras pronunciaba una maldición que no entendí. Quizá el sudor, quizá la sangre me nubló la vista. Un instante después, una lanza entró en mi pecho, matándome y sin que aún hubiese soltado la espada. Fue así que, sin quererlo, honré la tradición vikinga como un einherjar, un muerto heróico, y fui llevado al Valhalla por las Valquirias.
Allí, día tras días y en las llanuras de Asgard, nos enfrentamos en sangrientos combates, que todos parecen disfrutar, en espera de la última batalla, al final de los tiempos. Por las noches somos curados de nuestras heridas para repetir la lucha al día siguiente. En el caldero mágico siempre está listo el estofado de jabalí y se celebran extraordinarios banquetes acompañados con embriagante hidromiel.
Sin embargo, no estoy cómodo allí. No soporto los repugnantes modales de los guerreros, sus habituales demostraciones escatológicas y las palabrotas; suelen caerse desvanecidos por las borracheras y tratan a las valquirias como a vulgares prostitutas, toqueteándolas y sometiéndolas a sus más bajos deseos, a la vista de todos y festejados por todos.
Pero lo que realmente me aterroriza es estar obligado a participar en las diarias batallas. Ya lo dije, soy total, absoluta y convencidamente cobarde. Siento un pánico atroz cada vez que veo avanzar hacia mi un temible y enorme guerrero, con su rostro desencajado, y drogado por los alcaloides de la muscaria o el comezuelo. Lo normal es que yo caiga, con terribles heridas, en la primera embestida. Y esto, según parece, durará por la eternidad. Para todos aquí, esto en el paraíso, pero no para mi.
Les he planteado mi caso y por eso recurro a ustedes con humildad.
Poderoso Odín, jefe de todos los dioses y señor de la sabiduría, temible Thor, dueño del trueno; sereno Freyr, amo de la naturaleza; Tyr, señor de la guerra; Heimdall, dios de la luz; Baldr, el más bello y amado de los dioses; Frigg, esposa de Odín; Sif, la de los largos cabellos rubios. No soy digno del honor dispensado a los más grandes guerreros vikingos. Acepto mi muerte, pero les pido, les ruego a todos ustedes, por favor, relévenme de este privilegio, permítanme abandonar el Valhalla y marchar a mi cielo cristiano.

sábado, 23 de enero de 2010

Etemenanki

—¡Acá, che!— gritó el Tuki
—¿Dónde está, chamigo?— dijo el paraguayo. La voz parecía venir desde dos pisos más abajo. —¿En qué piso?
—¿Cómo puedo saber qué piso es? Uno o dos más arriba, detrás de unas bolsas de cemento.
El edificio en construcción era altísimo; y más de una vez habían desayunado, bien temprano en la mañana antes de empezar el trabajo, en medio de la bruma de las nubes que mantenían en sombras las casas de la ciudad, mucho más abajo. El Tuki traía, siempre, un termo con café que no se vaciaba nunca. El paraguayo tenía listo su mate, en todo momento, bien caliente en invierno y tereré en los tórridos veranos del desierto.
— Mba'éichapa che ra'a. Va a ser un lindo día el de hoy.
—Sí— contestó el Tuki —Siempre y cuando no venga el alemán.
—Andá a saber dónde anda. Debe estar con los italianos viendo cómo arman las vigas, más arriba.
—O con los japoneses que están instalando los ascensores.
—Mirá si se va a subir tantas escaleras como nosotros ¿no, chamigo?
—¡Ja!, por ahí las sube. Siempre anda apurado el señor capataz— ironizó el Tuki.
—¡Aufgepasst, sudacas de porrrquerrría!— imitó el paraguayo
—¡Callate, boludo! Por ahí anda cerca
En ese momento escucharon el sonido, apenas audible, que venía desde arriba, muy arriba. Ambos lo reconocieron de inmediato. Era un alarido, un “¡Aaaaaaa!” continuo, muy agudo, que crecía en intensidad. Ambos se acercaron al borde, sin pared, de la construcción y levantaron la vista, buscando.
—Viene de lejos, chamigo
—Ajá.
El grito, cada vez más alto, se aproximaba.
—Ahí tá— dijo el paraguayo
—¿Dónde?— preguntó el Tuki.
Apenas terminó la pregunta, lo vió. El hombre pasó a un par de metros, como una exhalación, moviendo desenfrenadamente sus brazos, los ojos desorbitados, la cara roja; la tela de su thawb agitada por el viento; y continuó la caída. El sonido se alejaba, ahora en un tono más grave. Ambos lo siguieron con la vista, hasta que se perdió en las nubes bajas.
—Doppler— acotó el Tuki
—¿Quién, chamigo?— preguntó el paraguayo
—Efecto doppler. El sonido es más agudo cuando se acerca, y más grave cuando se aleja.
—Mirá usté. Se aprende con vos, chamigo.
—Hoy empezamos temprano con las caídas— dijo el Tuki
—Árabe, parecía— dijo el paraguayo
—O hindú
—El último de ayer parecía africano, apenas con un taparrabos
—Yo conté veinte, ayer
—treinta y uno, yo.
—Te apuesto que el próximo es un chino
—¿Cuándo nos caeremos nosotros?
—¡La boca se te haga a un lao!
—Mirá chamigo, acá vos ves cada uno trabajando, y yo no entiendo lo que habla ni la mitá. Te saludan en inglés o en ucraniano; te gritan en francés, en ruso o en cantonés; te piden algo en portugués, en farsí, en bengalí, en coreano, en sueco o en polaco. Pero al alarido sí que lo entendemos todos.
—Dale paraguayo, vamos a trabajar antes de que nos agarre el alemán y nos descuente la hora.
—Tenés razón, chamigo
Empezaba, así, un día más, una jornada de trabajo corriente en la inmensa, altísima, infinita Torre de Babel

Si vos estás

Si vos no estás en casa,
el silencio me anuda algo en la garganta,
las paredes se alejan
y hace frío adentro,
a pesar de los treinta y dos grados
de este enero.
Y el cuore llora, amor. De verdad, llora.

Cuando vos estás en casa
el aire tiene olorcito a pan recién horneado,
sabor a sobremesa de domingos,
a mates en tardes de verano bajo el tilo.
Si vos estás, amor,
el cuore salta, grita, ríe, canta
porque sabe que anda rondando la alegría
de esta luna de miel,
que más de veinte años y dos hijos después,
no se termina.

sábado, 16 de enero de 2010

De cuentos III

Durmió cien años. Cuando despertó, había en palacio tal quilombo de hijos, nietos, bisnietos y tataranietos; que, además, la trataban como a un estorbo. Se tomo medio frasco de valium. Durmió cien años mas

Sospechas de complot

Sé, de buena fuente, que los yanquis no fueron a la Luna. Me dijo el amigo del cuñado de la hermana del portero del jefe de mantenimiento de la cafetería de la Nasa que tooooodas las fotos y tooooodas las películas fueron tomadas en Marte.

martes, 12 de enero de 2010

Platero y nosotros - Juan Ramón Jiménez y yo

Platero es pequeño, peludo, suave. Hace doscientos años llegó de Antares y aún no sabemos si vive. Desconocemos su química basada en el azufre, tan diferente a la nuestra

Así habló Caperucita

—¡Basta de clases sociales, camaradas!— decía a los habitantes del bosque, mientras les ofrecía el contenido de su canasta — ¡Debemos bregar por la emancipación de todos los trabajadores de esta foresta!¡La dictadura del proletariado hará cesar esta explotación vergonzosa en forma de historia para dormir a niños con el opio burgués de un cuento simplón!¡El imperialismo capitalista no sabe del torrente revolucionario que corre bajo estos pinos!
La abuela, más curtida por los años vividos bajo el régimen del Lobo, sonreía a los animales como tratando de atenuar los exabruptos comunistas de su nieta, a la que todos en el bosque de Böhmerwald llamaban “La Roja”.

domingo, 3 de enero de 2010

Espíritus extraños

Ya me pasó otras veces. Miro en el espejo del zaguán de la vieja casona, y la veo allí. Giro la cabeza hacia el rincón, y está vacío. De madrugada suele despertarme su “ñac-ñac” y ya no puedo dormir en toda la noche.
¿Cómo se deshace uno del fantasma de la vieja mecedora de madera y mimbre que perteneció a mi padre, a la que se le rompió una pata y fue quemada con la basura una tarde de invierno de mil novecientos setenta y dos?