—¡Fue ese señor, papá! —gritó el pequeño demonio mientras señalaba con su dedo —, ¡él me obligó a abandonar el cuerpo de mi huésped!
El aterrorizado sacerdote se quedó paralizado frente al terrible leviatán de más de tres metros de alto, ojos rojos, serpientes por cabellos, piel erizada de pústulas, manos como garras, piernas de caprino y fétido, en su olor a azufre.
—¿Así que usted le tiró agua bendita a mi hijo? —inquirió en latín el horroroso padre, mientras se acercaba al exorcista blandiendo su espada llameante.
Jamás me había planteado esa segunda parte de un exorcismo, Daniel. Descontextualizado, gracioso. Me gustó.
ResponderBorrarUn saludo.