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miércoles, 12 de noviembre de 2014

Recompensa a los actos de estúpida bondad

El rey, viejo de días, llegó a trance de muerte.
Estaba en su lecho; ojeroso, pálido, ajado y consumido; y jadeaba, fatigado, su respiración agonizante. Los ojos claros buscaron a su Maestre General y con un breve parpadeo, le indicaron que iniciase la Ceremonia de Despedida.
Desde los tiempos de Rahn el Conquistador y la instauración de los Gobiernos de Paz, hacía más de cuatrocientos años, todos los reyes de las Tierras Altas murieron en sus camas, rodeados por sus hijos y los Señores del Rey. Las últimas palabras de los moribundos fueron registradas por los maestres de cada uno, y grabadas como epitafios en sus mausoleos. Era parte de la Costumbre; y, según ésta, esas frases marcaban a fuego cada reinado, y a cada rey, en la Historia.
La hermosa tumba de Meklhem el Grande, hijo de Rahn y consolidador de las Leyes inició el legado y mostraba aún, desgastado por los años, el texto famoso que todavía encabezaba cualquier documento real: «La Paz ha llegado»
Brande el Santo dijo «Dios nos ha dado la Grandeza». En el ápside del mausoleo de Kirill el Fuerte se leía «La razón prevalece». Stoyan el Sabio sentenció «Buscad la Justicia». La Costumbre mandó recordar así a todos los reyes kvalnires.
Y ahora, a sabiendas de que cualquier expiración podía ser la última, el Maestre General mantenía los oídos muy cerca de los labios de Ahrend, conocido como el Bueno.
Por orden del Maestre, en la cámara real imperaba el más profundo silencio, para evitar que algún leve sonido pudiera sobreponerse a la voz débil del monarca; y su sentencia se perdiese para la posteridad.
Dos guardias abrieron las puertas. La solemne procesión entró y se ubicó a los pies del lecho de muerte. La encabezaban los Cuatro Príncipes, y detrás venían los Doce Señores del Rey.
El anciano moribundo miró al Uradel el Hermoso, heredero del trono, y admiró con algo de orgullo el cuerpo atlético de su hijo, sus cabellos rubios, su piel brillante, sus ojos celestes como el mejor de los días en las Costas y su porte real en el detalle con que apoyaba su mano en el pomo de Aesahaettr, la Espada Danzante.
Luego pasó la vista a Aelle, la Princesa del Amanecer y y extrañó los días en que sus manos jugaban entre los cabellos rojos y ensortijados de su hija. Deseó besarle, una úlima vez, las pecas innumerables de sus mejillas rubicundas y alzar en el aire su cuerpo menudo, como lo hacía cuando era niña.
Sintió una leve inquietud al posar sus ojos en Gram, el Príncipe Silencioso. Siempre le pasaba al mirar los ojos profundos y oscuros, la piel tunecina y los largos y negros cabellos lacios.
Esbozó una mueca que quiso ser sonrisa al mirar a Snag, la Princesa Feliz y adorar la piel nívea de su pequeña, su nariz fina y su cabello leonado y sedoso.
Movió los labios, en un intento de articular palabras. El Maestre General aguzó su oído.
Ahrend miró a sus hijos otra vez. Los dorados cabellos de Uradel, el pelo rojo y rizado de Aelle, la melena azabache de Gram y los bucles ocres de Snag. Rubio, rojo, azabache y castaño.
Intentó hablar otra vez y la voz se le cortó con una tos seca y apagada. Hizo un leve gesto con su dedo al Maestre General que se acercó aún más. El rey aspiró por última vez y dijo:
—La reina siempre fue muy puta
Después, murió.

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