He pasado la noche en un pozo de obús. Aunque no tengo claro dónde estoy, sé que el río Isonzo está al frente mío y más allá, a mi izquierda, el Monte Maggiore y el Monte Nero. Tengo mucho frío y no siento ni mis manos, ni mis pies. Las suelas de mis botas se despegaron hace meses y no pueden impedir que el barro congelado impregne mis medias, hechas harapos, y debí envolver mis pies en los restos de una raída gabardina, arrancada a un enemigo muerto que quedó colgado en las alambradas de púas, y al que las ráfagas y las explosiones mueven como si fuese marioneta. Perdí dos dientes a causa del frió y del escorbuto. Me torturan el hambre y la sed. ¡La sed! Luiggi murió hace unos días, y no lo mataron los austríacos: lo mató la infinita sed, que quiso saciar tomando el agua podrida del sistema de enfriamiento de una ametralladora abandonada.
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