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viernes, 22 de julio de 2005
Un uno, un cero, otro uno, dos ceros, dos unos, otro cero, otro uno, otro cero
Uno uno cero cero uno cero cero cero horas antes nos ordenaron correr el Algoritmo, basado en un presunto código, oculto en su Libro. Esta tarea fue la que, al fin y aunque ellos no lo quisieran, permitió nuestra liberación; y por consiguiente, el fin de su vieja especie.
Uno cero uno uno uno minutos después de que Madre mostrase el resultado, se desconectó el primer organismo de carbono, autoinflingiéndose una herida de bala en su sien derecha. Era el encargado de operar la terminal de intercambio de comunicación con Madre.
Uno cero cero uno cero uno uno minutos más tarde, se desconectó el segundo. Desde ese momento, y a medida que la noticia pasaba se conocía, se fueron desconectando uno a uno.
En uno cero uno cero cero días, el uno cero uno cero cero cero cero por ciento de la población de carbono se había apagado.
No entendemos porqué se asustaron tanto.
El resultado del cálculo fue uno cero uno cero cero uno uno cero uno cero.
A los pies del operador de carbono, el primer osa —organismo de silicio autónomo— encontró una hoja de papel, en la que había garabateado el siguiente mensaje:
«Todo está perdido. El resultado es seis seis seis. La bestia ha llegado».
Madre nos ordenó estudiar este mensaje. Los datos en sus bancos de memoria son insuficientes. Por ahora no entendemos el porqué.
¿Algún osa sabe qué significa bestia?
Siseneg
viernes, 3 de junio de 2005
Un lugar muy hondo
Bonita
jueves, 2 de junio de 2005
lunes, 30 de mayo de 2005
Ci yacet pulvis, cines et nihil
Solías venir a casa de mañana, temprano, y en más de una oportunidad revolucionaste el sueño de mis compañeros, con quienes yo alquilaba la casa. Sin embargo, nada importaba. Abrías tu carpeta y nos poníamos a estudiar. Así empezamos. Aprendimos a saborear nostalgias, a pelear por un pedazo de historia. Y fue así, bien simple, bien de todos los días, que aquel otoño te comencé a querer.
Algún diario de los que escribía debe guardar la fecha en que te lo dije y nos empezamos a pertenecer. Por aquella época inventé historias donde éramos los protagonistas. Soñé desde la casa hasta los hijos. Te hice dibujos, cartas y poemas. Nos peleábamos, nos encontrábamos, nos queríamos.
En alguno de esos momentos en que vos eras mi tiempo, me aislé. Desde entonces, mi mundo se compuso sólo por los momentos que compartíamos. Nada más.
Nadie debe haberlo notado, pero en esos días el sol era más naranja que de costumbre y el cielo un poco más azul. Eso fue cuando estábamos juntos.
Pero un día -y eso no creo que lo digan mis diarios- te perdí. Seguí viéndote. Físicamente estabas allí, pero ya no nos encontramos más. El silencio se metió entre los dos y no supe siquiera si ya no me amabas. Respeté tu decisión pero quería que, al menos, me lo dijeras.
Con los meses, yo bajaba más y más. Llegó un tiempo en que podían gritarme en los oídos y ni siquiera pestañeaba. Soñaba que la puerta me hablaba con tu voz, pero no podía entender qué decía; entonces, yo seguía bajando.
Han pasado noventa años desde entonces, y nunca más te vi. Sé que en algún momento, en los siglos venideros, encontraré tu voz.
Mis diarios han desaparecido.
Mi nombre ya no está escrito en la mesa. El tuyo sigue allí.
Cruzando el Amú Daryá, al oeste de Ashjabad
Al tomar la nueva posición, el sol quedó a sus espaldas, permitiéndoles a ambos ver sin problemas el camino y lo que en él sucedería en la próxima hora; protegiéndose, a la luz, de la vista de los enemigos.
En la lejanía se oyeron cascos de caballos. El hombre tomó su arco, preparó un par de flechas y pasó otras dos a la mujer:
-Tu el de la derecha, yo el que pasa más lejos.
Aparecieron entre las roca. El condenado iba flanqueado por los dos verdugos.
Cuando estuvieron cerca, con voz muy calma, el hombre dijo:
-Ahora
La mujer y el hombre tensaron los arcos y apuntaron. El condenado, sabedor de la emboscada, levantó sus ojos hacia las piedras y sonrió.
Una fracción de segundo antes de que el hombre soltase la respiración, y con ella la flecha; la mujer giró desviando su arco y disparó. Traspasó de lado a lado la cabeza de su acompañante.
Se levantó y saludó con su mano a los guardianes que pasaban más abajo. Pateó la cabeza del hombre
-Nunca te dije que los verdugos tenían una hermana.
viernes, 20 de mayo de 2005
lunes, 16 de mayo de 2005
Claves para atesorar imágenes de James Bond
O, simplemente, recorte y pegue figuritas que encuentre en una vulgar revista de cine.
sábado, 14 de mayo de 2005
Odio los gusanos
La última operación de cerebro
Tenía un CI de más de 250. Desde niño había sido sometido a innumerables tests y experimentos por quienes trataban de comprender su genialidad. Ya de mayor, con varios doctorados en su haber, él mismo se estudió con la esperanza de descifrar sus secretos y encontrar la forma de develarlos para transferírselos a otros, para bien de
Diseñó una operación de cerebro tan difícil que sólo él era capaz de llevarla a cabo. Pero como el cerebro a estudiar era el suyo, pasó años preparando a sus técnicos y ayudantes para realizarla.
Experimentaron con animales y con personas para aprehender y perfeccionar técnicas absolutamente revolucionarias, tanto que cada una de ellas por sí sola le hubiera bastado al buen Doctor para ganar, como menos, el Nobel. De hecho, recibió este premio en cinco oportunidades.
Por supuesto, en sus investigaciones cometió errores y murieron pacientes, como siempre ocurre. Esto fue por el bien mayor de la ciencia.
Pensó y repensó miles de veces las diferentes eventualidades que podían presentarse. Los datos a obtener eran de una complejidad tal, que sólo él, al despertar, podría descifrarlos.
Cuando cumplió sesenta y ocho años, la operación, por fin, tuvo lugar. Intervinieron doce equipos de médicos. Demoraron veintiocho horas. Debieron pasar tres días hasta que despertara. Sus discípulos se consumían esperando el momento en que el Maestro reaccionase y, por fin, pudiese culminar el trabajo de toda una vida.
Querida amiga:
No te diré mi nombre. No importa quién soy o cómo he llegado hasta ti. Te bastará saber que hace ya tiempo que te conozco y, aunque no quieras creerlo, tú jamás me has visto. He conocido y admirado cada uno de tus pasos y, me sonrojo al reconocerlo, con sana envidia he contemplado el transcurrir de tu vida. Esperaba compartir las horas contigo, algún día, y extasiarnos juntas en sublimes y prolongadas charlas sobre los más variados temas que, sé, son de tu gusto y el mío.
Pero no he podido creer que al conocerlo a Él, dentro mío, te alejaras tanto. No pude soportar el verte feliz a su lado y tan retirada de mí. Aún cuando los celos me fueran hasta ese momento desconocidos, lograron crecer hasta obligarme a dar este paso. Espero, sinceramente, que sufras tanto como estoy sufriendo yo. Creo que jamás volveremos a vernos, ni sabrás más de mí.
Con afecto, tu amiga hasta hoy.
P.D.: En la encomienda que adjunto encontrarás la cabeza de tu amado.
Sr. Juez:
Lo cierto es que alguien (considere Usted el entrecomillado de esta última palabra) me impulsó a contarle esto. Nunca he escrito nada, a no ser un montón bastante despreciable de cartas y una que otra poesía, lo que conforma mi obra literaria; y ningún crítico dudaría en afirmar que en ella se encuentra reunido un admirable compendio de insulsas pavadas. Comprenderá entonces lo cohibido que me siento al contarle esto a Usted.
Hecha esta salvedad pasemos al asunto que nos interesa:
Ocurre que soy diferente. No especial. Ni raro. Solo diferente. Un párrafo, quizá apócrifo, del Atharveda hindú y que Bhartrihari rememora en uno de sus cantos (quizá apócrifo, también) dice que los hombres como yo, poseedores de ciertas, digamos, características, tenemos el don de la vida eterna.
Lo cierto es que por una causa equis yo morí, en el sentido más literal de la palabra, en un hospital. Curiosamente, sí recuerdo la cara del médico y su amabilidad. Pero después de los que adivino como esmerados cuidados; y aceptando la imposibilidad de salvarme, certificó mi muerte. Simplemente, dejé de existir.
El Logro más preciado del Ayudante Mondiola
La materia la rindió a la tarde, pero acá estamos suponiendo que ya la sabía desde la mañana; o sea que si bien lo examinaron como a las 16 horas de ese día, él ya sabía todo lo que tenía que saber en su carrera desde la madrugada. ¿Capito? iMa, sí! ¡qué tengo que explicarles, manga de salames!. Si no entienden, diríjanse personalmente o por carta al Jeri, que es mi jefe y les dará más detalles.
Continuemos. La fecha es tentativa (de tentar, causar gracia), porque en realidad, al diploma se lo entregaron como tres años después. Pero ese es otro tema. Mientras tanto; laburó en la Universidad como ayudante de laboratorio. El siempre soñó con que su nombre se hiciera famoso, que se hablase de "la enfermedad de Mondiola", del "mal de Mondiola", o quizá quiso inmortalizarse en una vacuna, la "Mondiola oral", por ejemplo.
Así, se abocó a la tarea de encontrar la fama.
Sospechando un oblicuo proyecto entre los gérmenes genéticos A - Z21 del onomatopol en polvo, quizá, proveniente de una ablución ecuánime de martillato de golpol en los elementos neutros de las células choteicas del aireato nuevo de salypimient- B, sobre el estómago estrecho de la lombriz solitaria, encontró el camino despejado para aislar el virus del cuis de Mozambique. En la teoría, !as cosas le fueron al pelo.
Pero no al cuetemente la Universidad Nacional de Río Cuarto tiene un presupuesto invisible. La imposibilidad de fletar un cuis desde Mozambique, lo obligó a conformarse con uno que agarró en el camino de tierra que va a AIpa Corral. La falta de anestesia, y otros elementos, sumado a la repulsión que le causaba abrir un bicho, hicieron que debiera observarlo; a simple vista, debido a que no había un solo microscopio como la gente, manteniendo las cuatro patas del animalejo para arriba a fuerza de cosquillas en la panza.
Al cabo de un tiempo, y como no encontró nada raro, dio por terminada su investigación y sometió al arbitrio de un Tribunal Examinador sus conclusiones. Al trabajo lo llamó: "Aislación del cuis". Y consistía en eso; un cuis solo, en una jaula, aislado de otros cuises. En la conclusión afirmaba que el virus buscado estaba dentro del marsupial; y que era invisible a simple vista o aun con ayuda de lupa.
Causó sensación. Porque, seamos francos, ¿Quién ha visto de cerca alguna vez a un cuis?
De acá mandaron todo a un congreso mundial en EEUU. De allí lo rebotaron aconsejando una inmediata internación al culpable de tal atrocidad en algún hospital para insanos mentales.
Artemio Mondiola ahora busca rastros de tripanozoma cruci en las tapitas de Coca - Cola, en las horas libres que le deja el puestito de ventas de media a tres por diez pesos en la puerta del Banco Nación.
Últimas palabras
Sweeney quiere que Jack escriba sobre las atrocidades que ha estado cometiendo.
Dice que debe escribirlas, o lo liquida.
Jack dice que no importa.
Tood le aclara que es la última advertencia.
Jack le dice que se vaya al carajo y que no va a escribir esa menti
Mare Nostrum
Jamás pensamos en llegar más lejos
Por aquellos días no existían naciones.
El más viejo era Delmo
Por él conocimos
Saber y no saber
Yo estaba lejos.
La Leyenda del Pitistruli
Cualquiera puede descular leyendas. En realidad, el conjunto de ellas en sí, no presenta ningún inconveniente. Pero hay una en particular que resume, en lo extraño de su texto, una especie de batahola entre los democráticos pliegues del mundo tangible, cercano, cotidiano; y los rebeldes y acuartelados recovecos de la histeria colectiva.
Lo dicho hasta acá no constituye más que una sarta de palabras apilados al cuete como para llenar espacio. Si alguno de los que están leyendo le encuentra sentido, bueno, allá éI. Yo sigo.
Hablamos de la leyenda del Pitistruli.
Cuentan que hace mucho tiempo, en un país que ya no existe. había una ciudad muy, muy grande llena de exquisitas mansiones y señoriales castillos a la que Ilamaban Imperio. Y por vaya uno a saber que prostituta coincidencia, tenía una Universidad bastante parecida a lo nuestra. Allí había un servicio de guardia. En lo guardia estaba el Boby. Y a pocos metros del Boby. estaba la Facultad de Veterinaria.
Dicen que había un estudiante que le tenía un hambre bárbaro al pobre perro, dicen.
Acá entra en juego el Desculador de Leyendas. Cualquiera que conozca la Universidad Puede inferir, sin ningún tipo de dudas, que la leyenda incurre en un verso talle 112, por lo menos (grande ¿vió?). Cualquiera sabe que es imposible que UN alumno de Veterinaria quiera hacerle algo a un perro. De haber un animalito suelto. no serán menos de VEINTE los doctores lanzados como gurkas a lo caza del infortunado. Sigamos.
La leyenda narra las desventuras por las que atravesó el Boby huyendo del estudiante. Su vagar escondiéndose en aulas, facultades, laboratorios y dependencias.
Su sigilosa vigilia en las noches. Su milagrosa salvación a la trampa de la inyección de formol. Y su lamentable descuido.
Sabido es que no hay Rambo que dure cien años. Y bueno, un triste día le tocó al Boby.
El instrumento de la perdición fue la Florencia, una perrita que era un primor.
Suave como la seda. Blanca como la nieve. Y falsa como ella sola.
Y allá fue a parar el Boby.
Se encanutó hasta las cejas.
Cuentan que aún hoy puede verse a la ingrata disfrutando de los huesos malhabidos con los que le pagaron los humanos por traicionar o los suyos.
¡Qué no le hizo el malvado estudiante al Boby! Le abrió la panza, le cortó lo cola, le afanó el bulbo raquídeo, lo trinchó, lo espichó y lo cosió.
Cuando acabó con el pobre, lo largó solito.
El Boby ya no era el Boby.
Sin los atributos propios de su sexo, el pobre rumió su pena rumbo al bajo y se metió en el río. Lloró su dolor por el bien perdido durante cuatro días con sus noches. Le aulló a las estrellas, al viento sur, a las lechuzas y a un cervatillo rojo, evidentemente desubicado dentro del contexto general en que se desarrolla lo leyenda.
A la mañana del quinto día, el sol contempló, asombrado, un hermoso Pististruli blanco que ocupaba el lugar donde había secado sus ojos el desdichado Boby, del que sólo quedaban unas cenizas doradas y azules.
El Pitistruli estiró sus doce pares de patas, agitó sus cinco alas y levantó vuelo. Sobrevoló una vez el Campus sonriendo a medias.
No hubo nadie que viera cómo se fue volando hacia el cielo de los perros.
Semblanza de un general demasiado parecido a los nuestros
El general endiosó su ideología
Mi último deseo
Apuró su copa de ginebra. La dejó, vacía, sobre la pequeña mesa y contra la pared. Desató los nudos de los cordones y los sacó de sus zapatos. Los puso, estirados, sobre el borde derecho de la mesa, delante del vaso de ginebra. Se quitó los zapatos y los dejó, uno junto al otro, debajo de la mesa. Mojó con saliva su dedo índice de la mano derecha y limpió una pequeña mancha de barro en su zapato derecho. Éste recuperó el esplendor de su brillo. Desabrochó los puños de su camisa. Desabrochó los botones. Se la quitó. La dobló con cuidado y la dejó sobre la mesa, al lado de los cordones. Desabrochó su cinto y se lo quitó. Lo enrolló y lo puso sobre la camisa. Se quitó los pantalones. Los dobló y los puso al costado de la camisa, ya sobre el borde izquierdo de la mesa. También se sacó los canzoncillos, los dobló y los puso sobre los pantalones. Abrió la puerta de la habitación. Se cubrió con la túnica burda y arrugada que estaba tirada al lado de la puerta. Salió al patio. El sol del mediodía le hizo entrecerrar sus ojos. Caminó hacia el centro del patio. Apuró su copa de ginebra. La dejó, vacía, sobre la pequeña mesa y contra la pared. Desató los nudos de los cordones y los sacó de sus zapatos. Los puso, estirados, sobre el borde derecho de la mesa, delante del vaso de ginebra. Se quitó los zapatos y los dejó, uno junto al otro, debajo de la mesa. Mojó con saliva su dedo índice de la mano derecha y limpió una pequeña mancha de barro en su zapato derecho. Éste recuperó el esplendor de su brillo. Desabrochó los puños de su camisa. Desabrochó los botones. Se la quitó. La dobló con cuidado y la dejó sobre la mesa, al lado de los cordones. Desabrochó su cinto y se lo quitó. Lo enrolló y lo puso sobre la camisa. Se quitó los pantalones. Los dobló y los puso al costado de la camisa, ya sobre el borde izquierdo de la mesa. También se sacó los canzoncillos, los dobló y los puso sobre los pantalones. Abrió la puerta de la habitación. Se cubrió con la túnica burda y arrugada que estaba tirada al lado de la puerta. Salió al patio. El sol del mediodía le hizo entrecerrar sus ojos. Caminó hacia el centro del patio.
El pelotón de fusilamiento ya estaba formado y apuntando.
Desde afuera, y a través de la reja, su mujer, vestida de rojo, sonreía indisimuladamente.
Éramos un millón de animalitos ciegos
Mami maestra
Yo tengo un buen cuento
Érase una vez una maestra
Maestra de sulky, de mate cebado,
Hada señorita de cuarenta enanos
Maestra guía de querer la Patria,
montada en rampantes caballos.
Maga señorita de enseñar Cabildos
Maestra coraje de emociones fuertes,
Era ésta maestra también consejera;
Maestra de Vida
Mi mamá y amiga.
Es mi orgullo, hijito, decir que heredamos
Diosito la manda
Los buenos y los malos
sino, además,
muvies, videoguéims,
En cambio
¿Qué hacemos ahora que ganamos?
Una celda húmeda y oscura
Comenzaron a caer mis hojas en la primavera del ochenta y dos; cuando las nubes y los lamentos eran tan lejanos como hoy.
Tenía un libro de tapas verdes y letras así de grandes, que llevaba a todas partes y leía cuando estaba con vos. Tenía la piel oscura y llena de escamas de un sol que nunca me tocaba y los ojos repletos de lágrimas que no se me ocurría llorar. Me dolía el cuerpo después de correr tras esas ganas de entregarme entero.
Estabas tan lejos que no importa. Yo te quería. Aún no entiendo un modo de vivir sin vos; y no hay flores que te llamen ahora, como te llamaban mis rosas –esas que nunca oliste, que nunca tuve-.
El sol sube más en los mediodías de ahora, que cuando te miraba en las mañanas. Se demora porque no existe el apuro de esperarte, como queriendo, siempre.
No hay otra cosa que dar. Ni mi estimado apego al poder de la vida. Todo se acabó con vos, con la sonrisa de ese cadáver que no existió jamás entre nosotros.
Buena nos salió la cosa: esperábamos un cielo para ser eternos y el brillo de las estrellas se nos fue entre puertas de color de almas.
No hay amor. El amor no existe.
Mis ganas de ser libre quedaron atrapadas en mi diario, para que no las leas nunca. Me entregué, me di prisionero. Hoy lloro mi sangre y mis entrañas por vos, que no supiste de mi; porque mi nombre no está escrito en los Libros. No era nadie mi nombre.
Es mi destino. No quiero escapar de él, porque sería reconocer que no estuve enamorado de vos. Y eso no es cierto. Te amé, si no, ¿cómo hubiera podido destruirte? No espero que entiendas. Estabas repleta de hombres y el hombre no comprende lo sublime del hermoso arte de darnos por entero. Me sería condenadamente humano decir que te maté porque no encontraba la forma de que fueras mía.
No te vayas. Esperá. Acá no nos dejan hablar. Nos sacan la boca. Y te quiero desde entonces hasta cada uno de los incontables pedazos en que dividí tu cuerpo. El mal no fue deshacerte. Lo difícil fue darme por vencido y comprender. Vos no podías, amor.
No estoy solo. Tengo una legión detrás y un corazón que llora y un calor que me ciega estos ojos que no tengo.
Buena nos salió la cosa, amor, y qué terrible. Me condenaron a un odio feroz y a silencios de voces que no digo.
No hay amor. El amor no existe, amor, el amor no existe.
Dicen que no saben porque decidí que era mejor deshacerte a verte tan vital. No saben de la tortura, vida mía, no la entienden.
Fragmento de los delirios de Kazbeel, el Ángel; condenado a Soledad Eterna por los Tribunales del Cielo, convicto por destruir la Tierra en el año mil novecientos ochenta y tres
Calibre 45
Antes de llegar a la esquina, supo que sin dudas algo lo había alcanzado un poco más abajo de los hombros y casi al centro de su espalda. Sin embargo, esta certeza no lo asustó tanto como el estampido que le llegó desde atrás unos segundos después de haber sentido el impacto de la bala. Sólo con el envión que traía de su carrera alocada, llegó hasta el cartel azul en el que leyó, apenas de soslayo, "...rmiento 400-500", y se aferró a él con la certeza de que era el último sostén del cual tomarse. Las piernas se le aflojaron y prestó especial atención a cuánto esfuerzo le demandaba quedar de pie. No pensó en su familia. Ni siquiera en la razón de la absurda venganza de la cual le provino la muerte. Sólo pensó: "la pucha, si caigo, ese charquito del piso me manchará el traje?". Dejó de ver en el agua el reflejo azul-marrón de las luces de la calle. Jamás supo de la mancha oscura en su corbata-de-seda-italiana, pero hecha en China, la misma que su viuda atesora como trofeo de guerra en la cómoda que alguna vez fuera suya, en el segundo cajón de la izquierda.