viernes, 9 de diciembre de 2011

Twister


Mil años hace que la cruz de ocho brazos y el águila bicéfala decoran el arquitrabe de la Puerta Xylokerkos; y en este día, el segundo antes de los idus de abril del año santo de mil doscientos cuatro, vigilan a las tropas de Enrico Dandolo, Dux de Venecia, que están estacionadas sobre la llanura que rodea la via Egnatia y se relamen imaginando el inminente saqueo de la Ciudad que es Morada de Todo lo Bueno, Ojo de Todos los Pueblos, Guardiana de las Iglesias, Líder de la Fe, Guía de la Ortodoxia, Querida en las Oraciones y Maravilla ajena a este Mundo. 
La Cuarta Cruzada está a las puertas de Constantinopla.

Dentro de las murallas, en el nártex de la iglesia del Venerable Monasterio de Andreοu en te Krisei, y a tan corta distancia de los invasores que la hediondez de las hordas latinas apesta el aire; están Zaoutzes Petraliphas, presvýteros y parakoimomenos del Emperador y Vatatzes Isaakios, archiepískopos y koubikoularios de Su Santidad; ambos rojos de ira, disputando un capítulo más de la larguísima batalla dialéctica, sin poder ni querer dar respuesta a un dilema mayúsculo.
¿Cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler?

Arriba, los integrantes de la Corte Celestial, obligados por el famoso texto de Mateo, se ligan o desligan según los designios de los dos Hombres Santos que, allá abajo, intercambian improperios que duelen más que puñaladas. 
—¡Tal vez fueran necesarios tantos ángeles como granos de arena hay en las playas de todos los mares, mi estimado hermano, hijo de una gran perra! —dice Zaoutzes y cien mil millones de ángeles —que es una manera de decir innumerables— se apiñan, sudorosos, en la bruñida superficie metálica. 
—¡La cantidad de estrellas que Nuestro Dios puso en el cielo es mil veces menor que el número posible, dilecto amigo, hijo de un burro y una rata! —y un millón de millones de ángeles —que es una manera de decir incontables— se contorsionan, adoloridos.

—Ya me cansé de tantos calambres ―dice, en un hilo de voz, Gabriel Arcángel, Mensajero de Dios, Guardián del Edén, Señor de la Misericordia, la Muerte y la Venganza—. Esto no da para más. Como puede, saca su mano derecha de entre un impresionante manojo de cuerpos descalabrados, agita su dedo índice y le ordena a Balduino de Flandes, comandante de los cruzados:
—¡Ataquen!

Abajo, las hordas de occidente se lanzan contra las murallas y las superan. 
Constantinopla cae. 
Una hora después, Zaoutzes y Vatatzes mueren atravesados por sendas espadas, sin haberse percatado de nada. La discusión termina.

Arriba, un suspiro de alivio recorre la multitud de la Corte Celestial. De a poco, el Gran Nudo se desarma y cada uno de los ángeles ―golpeados, amoratados, rotas las alas— dejan la cabeza del alfiler y se dirigen, estirándose, a cumplir con sus tareas.
—¡Uf!
—Ya era hora…
—Otro siglo así, y me quedo sin espalda.
—¡Ay!
Uno estira los brazos, otro se sacude.
En la superficie brillante, quedan algunas manchas de sangre y muchas plumas de todos colores. Justo en el centro, unos quinientos o mil ángeles ―que también es una manera de decir infinito— permanecen envueltos en un revoltijo. 
Tardarán una eternidad en desanudarse.

Escena en una bucólica villa, en un día de mercado, en la Edad Media


—¿Qué va a llevar, doña?
—Deme tres libras de muslo, cortado finito, como para cotoletti.
—Muy bien. Tiempo loco ¿eh? —contestó el carnicero, al tanto que afilaba su cuchillo en la piedra de Ardenas y se disponía a rebanar la pierna del prisionero —ojos inyectados en sangre, espumarajos escapando de su boca con dientes flojos por morder lonjas de cuero para engañar al dolor, su cara roja y perlada por el sudor, las venas azules de sus sienes a punto de estallar, las manos moradas por las ataduras— condenado a ser descuartizado en vida, vendido en fetas en el mercado.

martes, 6 de diciembre de 2011

La ciudad rota


Miró el horizonte
—cada vez más lejos, cada vez más bajo―
Cerró sus ojos, agitó sus alas, entreabrió su pico.
Inspiro, con energía, el aire azul de la mañana.
El sol recién nacido besó las plumas de su pecho.
Cambió la quieta calidez del nido
por la conocida sorpresa de otro vuelo. Se lanzó al vacío.
Allá
la ciudad sin hombres, muerta, lo llamaba.
Los padres de los padres de los padres de sus padres
lo contaban:
«muchos soles atrás en ella había vida,
hombres, comida, árboles y ruidos.»
Ahora no. Él voló muchas veces por sus calles vacías
La conoce y sabe
de paredes quemadas, herrumbre de hierros,
y silencio de ruinas. ¿Dónde están todos? ¿dónde han ido?
Los padres de los padres de los padres de sus padres
lo contaban:
los cegó una gran luz,
un trueno atroz les robó el sonido,
un viento ardiente les quemó la vida.
Los hombres y los pájaros volaron ese día,
hechos cenizas.
El ama la ciudad, aunque la sueña distinta.
Vuela entre paredes. Busca no sabe qué.
No conoce a los hombres. ¿eran como él?
¿tenían alas? ¿plumas? ¿esta ciudad rota
era su nido? ¿contaban historias
a sus crías? El le cuenta a los suyos,
cuando cae la noche y a cobijo:
«recuerden y cuéntenlo a sus hijos
y a los hijos de los hijos de sus hijos.
Muchos soles atrás, allá en la ciudad había vida,
hombres, comida, árboles y ruidos».