Me soñé en mi cama, y acostada a mi lado, una mujer hermosa, etérea. Desnuda. En sus pechos, dos gotas de sudor perladas por la tenue luz de la luna que se duplicaba en los espejos de la habitación. En sus ojos, gitanos, un atisbo de placer anticipado. Su respiración, suave y jadeante, entrecortada. Su boca, apenas abierta, desafiante. Su silueta, hermosa, dorada en la oscuridad. Su pubis, palpitante, oculto en la hora borrosa de la noche.
La mujer estiró su mano hacia mi y comenzó a acariciar mi pecho con sus dedos suaves. Sus uñas trazaron breves caminos, que adiviné rojizos, en mis brazos, mi espalda, mis muslos. Sin pensarlo, me moví hacia ella. Llevé mis manos a sus pechos y los acaricié despacio. Se estremeció. Me estremecí. Busqué sus labios y la besé, quedamente al principio; frenéticamente después. Me inundó un suave gusto a mandarinas, que prendió luces en mi mente. Nuestras lenguas buscaron más sabores. Encontré uvas, frutillas, y cerezas.
La mujer gimió y me abrazó con sus piernas. Giramos en la cama, hacia un lado primero, hacia el otro después, sin separar nuestras bocas y con nuestras manos acariciando, tocando, buscando.
Finalmente, ella quedó sobre mi. Su cuerpo grácil moviéndose con suavidad, sus cabellos largos, flotando en la bruma de la habitación oscura.
En el instante sublime, desperté.
Te encontré acostada a mi lado. Hermosa, etérea. Desnuda. En tus pechos, dos gotas de sudor perladas por la tenue luz de la luna que se duplicaba en los espejos de la habitación. Tu respiración, suave y jadeante, entrecortada. Tu silueta, hermosa, dorada en la oscuridad. Tu pubis, palpitante, oculto en la hora oscura de la noche. Tenías un hermoso olorcito a mandarinas.
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