Cuando Bella se casó con Lord Bestia imaginó otra vida.
No entendía cómo aquel hermoso hombre en que se transformó el monstruo después del beso, podía ser tan asqueroso. No eran sólo los calzoncillos y las medias hediondas tirados por toda la casa, ni la puerta del baño abierta (y el tremendo olor a descomposición que inundaba el Palacio todas las mañanas y para el cual no había tea encendida capaz de neutralizarlo), ni verlo en la puerta del comedor, desnudo y haciendo el elefantito justo cuando ella había preparado una cena romántica, ni los diez hijos ―todos, niños y niñas, tan asquerosos como el padre—. Lo que más la indignaba eran las reuniones con los amigotes de los cuentos: el cazador de Caperucita, el Ogro de Pulgarcito, Barbazul y el enano Rumpelstikin. Bella llegó a odiar los campeonatos de eructos, los concursos de pedos sonoros, los torneos de meadas desde la Torre Norte que más de una vez le arruinaran las sábanas colgadas a secar en la soga, y las insoportables risotadas que la despertaban así se fuera a dormir al Ala Oeste. Con los años, pasó de Bella, a ser primero Interesante, luego Simpática, más tarde Flaca Arrugada y finalmente Cosa.
—¡Che, cosa, traenos otra jarra de vino! ―decía Barbazul.
—¿Porqué no me puedo limpiar la boca con la cortina? ¿Ah? ―preguntaba el Ogro, mientras Rumpelstikin ora le levantaba el vestido, ora le apretaba un pecho:
—¡Zoraida! ¡La de las tetas cáidas!― decía a los gritos, y todos reían a carcajadas.
Ya ni siquiera Príncipe Valiente la visitaba, como supo ocurrir en una época, cada vez que Bestia y sus amigos salían de cacería. Tampoco contestaba sus palomas mensajeras.
Recordaba, como si hubiese ocurrido hace instantes, su último intercambio de palabras, en el Mercado:
—Salí, fea ―dijo Valiente, y se alejó en su corcel seguido de su guardia personal, mientras a ella se le caían las papas de la bolsa de las compras.
Eventualmente, abandonó a su marido.
Armó su morral y se dirigió al bosque. Consiguió un conchabo; por casa, comida y unas pocas coronas para sus gastos personales, en la casa de los Siete Enanos —alguien debe limpiarla y hacer la comida, ahora que se fue Blancanieves―. Sabe que por lo bajo se burlan de ella; pero, al menos, son más decentes y aunque sea por simple piedad, le hicieron caso y ahora levantan la tabla del inodoro cuando van a orinar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario