jueves, 20 de noviembre de 2014

Der rattenfänger

En junio de mil doscientos ochenta y cuatro, Hameln estaba infestada de ratas.
Los buenos hombres de la ciudad no encontraban forma de librarse de ellas, aún después de haber recurrido a los más afamados alquimistas de la comarca. Cierto día se hizo presente un músico extraordinario, pero misterioso, que decía venir de la vecina Hadessen. Prometió librarlos de la plaga a cambio de un fabuloso estipendio. Desesperados, los habitantes aceptaron. El Virtuoso estaba acompañado por un séquito de diez sirvientes y pajes, que montaron su enorme órgano tubular y lo dispusieron en la Plaza Mayor, cinco chantrés, cuarenta integrantes del coro; y, claro está, seis diáconos y un deán.
El Músico se sentó al frente del instrumento y durante dos días, de continuo, entonaron motettos, discantos, conductos, gymels, faux-bordones, duplos y triplos, rondellós, hoquetos, responsorios, canons, ave verum corpus, imitaciones y fugas, tropos y secuencias. Costó mucho, pero al final de la segunda jornada, la plaga había dejado Hameln rumbo al río Wesser.
El Cazador de ratas exigió el pago, pero los habitantes de Hameln no pudieron reunir la fortuna acordada. Con parsimonia, el músico ordenó a su cohorte que se alistasen nuevamente. Otra vez se sentó frente a su órgano, suspiró y descargó sus manos sobre las teclas. El tritono prohibido «Mi contra Fa», el diabulus in música, atronó el aire. Chantrés, coro, diáconos y dean se trasvistieron  en trouvés y juglares cazurros, ministriles, goliardos, minneängers, saltimbanquis, equilibristas, meretrices y bailarinas. De sus viejas carretas sacaron sus instrumentos: rabés, fídulas, cornamusas, zanfoñas, arpas, cémbalos, laúdes, cornetas, chirimías, sacabuches, añafiles, trombettas, flautas de pico, alboques, traveseras, bombardas, dulzaínas, caramillos, cromornos, bajones, darbukas, tamboretes, panderos, carrillones, olifantes, buccinas, crótalos, vihuelas, orlos, cornettos y pífanos; la mayoría de ellos censurados por la Santa Madre Iglesia.
Durante otros cinco días entonaron baladas madrigales, virelays, frottolas —villanellas, villottas, strambottos y barzellettas— y caccias, cançós, sirventés, laudas, cántigas y canciones del alba, lays, canciones de mal casada y canciones del trabajo, pastorellas, estampiés,  tençós y hasta jarchas y moaxacas. Bailaron basse danse, salterello, danse macabre, branle y tresque, carolas, y tantas otras danzas prohibidas desde las olvidadas bacanales del pasado. Bebieron vino, cerveza, hipocrás, claré,  hidromiel, sidra y perada expropiados de las casas de la ciudad. Se emborracharon hasta caer y escandalizaron a todos con sus gritos, sus obscenidades y exhibiciones orgiásticas.
Al fin de la séptima jornada, cansados de tanto vicio y vulgaridad, alarmados por tanta ostentación demoníaca, los buenos vecinos de Hameln negociaron con los varegos del rey noruego Magnus el sexto; y les vendieron, como esclavos, ciento treinta de sus niños.
Cuando le hubieron pagado, el Músico ordenó a los suyos que desmontasen el gran órgano, guardasen los instrumentos y se preparasen para partir.
Dejaron la ciudad el veintiséis de junio, día de los santos Juan y Pablo.
Acamparon en Emmerthal, a un día de marcha de Hameln. Dos de los sirvientes del Músico se adelantaron, con una gran carreta,  hasta Ottenstein y se detuvieron a unas trescientas yardas de distancia da las puertas de la ciudad. Allí liberaron el cargamento.
En julio de mil doscientos ochenta y cuatro, Ottenstein estaba infestada de ratas y los buenos hombres de la ciudad no encontraban forma de librarse de ellas. Cierto día se hizo presente un músico extraordinario, pero misterioso, que decía venir de la vecina Hameln. Prometió librarlos de la plaga a cambio de un fabuloso estipendio.

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