lunes, 30 de mayo de 2005

Ci yacet pulvis, cines et nihil

¿Te acordás? En al esquina del comedor, que usábamos como sala de estudio, había un mueble chiquito en forma de rinconera donde poníamos los dos relojes despertadores, de aquellos a cuerda. Uno era rojo y nuevo; el otro de un verde pastel desteñido de tanto marcar el paso del tiempo. Nos asombrábamos del poder que tenían: jamás logramos que dieran la misma hora. En el centro estaba la mesa, de gruesos tablones de madera, con algo de estilo Luis XVI, y que alguna vez fuera hermosa; donde se amontonaban los libros de física, las tazas usadas, el mate olvidado del día anterior, los pedazos de pan y los restos de viejos paquetes de galletitas. En esa mesa pesada, escribimos nuestros nombres. Yo debo haber escrito el mío una docena de veces. Vos escribiste el tuyo una sola vez.
Solías venir a casa de mañana, temprano, y en más de una oportunidad revolucionaste el sueño de mis compañeros, con quienes yo alquilaba la casa. Sin embargo, nada importaba. Abrías tu carpeta y nos poníamos a estudiar. Así empezamos. Aprendimos a saborear nostalgias, a pelear por un pedazo de historia. Y fue así, bien simple, bien de todos los días, que aquel otoño te comencé a querer.
Algún diario de los que escribía debe guardar la fecha en que te lo dije y nos empezamos a pertenecer. Por aquella época inventé historias donde éramos los protagonistas. Soñé desde la casa hasta los hijos. Te hice dibujos, cartas y poemas. Nos peleábamos, nos encontrábamos, nos queríamos.
En alguno de esos momentos en que vos eras mi tiempo, me aislé. Desde entonces, mi mundo se compuso sólo por los momentos que compartíamos. Nada más.
Nadie debe haberlo notado, pero en esos días el sol era más naranja que de costumbre y el cielo un poco más azul. Eso fue cuando estábamos juntos.
Pero un día -y eso no creo que lo digan mis diarios- te perdí. Seguí viéndote. Físicamente estabas allí, pero ya no nos encontramos más. El silencio se metió entre los dos y no supe siquiera si ya no me amabas. Respeté tu decisión pero quería que, al menos, me lo dijeras.
Traté de hablarte yo, pero no pude. Y me puse a esperar.
De a poco, el sol cambió su color a un opaco blanco ceniza y mi cielo se llenó de manchas oscuras, cada una más terrible que las demás. Dejaron de importarme mis amigos, y hasta, cosa curiosa, dejó de importarme tu persona. Sólo esperaba tu palabra. Solía pasar horas con la mirada fija en el picaporte de la puerta esperando que tu voz entrase a decirme el porqué, pero no pasó nada.
Con los meses, yo bajaba más y más. Llegó un tiempo en que podían gritarme en los oídos y ni siquiera pestañeaba. Soñaba que la puerta me hablaba con tu voz, pero no podía entender qué decía; entonces, yo seguía bajando.
Sin embargo, un día húmedo como sólo se puede encontrar en abril, decidí que no vendrías. Puse mis pensamientos en orden y abrí, por fin, mi mente al mundo. Vi nuevos pájaros y nuevas nubes, cosas que no estaban antes y gente en la casa que no recordaba. A la medianoche, salí al patio; miré a una luna distinta, y me suicidé.
Han pasado noventa años desde entonces, y nunca más te vi. Sé que en algún momento, en los siglos venideros, encontraré tu voz.
Hoy volví a la casa. Parece que nadie la ha habitado desde aquellos días. Me recibió una red de telarañas. Ci yacet pulvis, cines et nihil. Aquí yacen polvo, ceniza y nada.
Mis diarios han desaparecido.
Mi nombre ya no está escrito en la mesa. El tuyo sigue allí.
Los dos relojes aún juntan tiempo en la rinconera; y, aunque parezca mentira, siguen llevándose endemoniadamente mal. 

Cruzando el Amú Daryá, al oeste de Ashjabad

--Vámonos del otro lado - dijo el hombre y tomó a su compañera de un brazo, arrastrándola casi, y haciéndola trastabillar en el pedregoso terreno que separaba las dos grandes rocas que enmarcaban el único paso que permitía ir de la Ciudad Vieja al Cementerio de los Padres.
Al tomar la nueva posición, el sol quedó a sus espaldas, permitiéndoles a ambos ver sin problemas el camino y lo que en él sucedería en la próxima hora; protegiéndose, a la luz, de la vista de los enemigos.
En la lejanía se oyeron cascos de caballos. El hombre tomó su arco, preparó un par de flechas y pasó otras dos a la mujer:
-Tu el de la derecha, yo el que pasa más lejos.
Aparecieron entre las roca. El condenado iba flanqueado por los dos verdugos.
Cuando estuvieron cerca, con voz muy calma, el hombre dijo:
-Ahora
La mujer y el hombre tensaron los arcos y apuntaron. El condenado, sabedor de la emboscada, levantó sus ojos hacia las piedras y sonrió.
Una fracción de segundo antes de que el hombre soltase la respiración, y con ella la flecha; la mujer giró desviando su arco y disparó. Traspasó de lado a lado la cabeza de su acompañante.
Se levantó y saludó con su mano a los guardianes que pasaban más abajo. Pateó la cabeza del hombre
-Nunca te dije que los verdugos tenían una hermana.
El condenado, con el horror dibujado en su rostro, comprendió al fin que, tal cual lo había dicho el dios, nada podría salvarlo de su destino.

lunes, 16 de mayo de 2005

Claves para atesorar imágenes de James Bond

Déjese de lado la condición humana, elévese el alma hacia las nubes, olvídense las cosas de la tierra, ofrézcase un par de palomas en sacrificio a los dioses, ilumínese el entendimiento, recúrrase a la memoria colectiva de la especie y despéjese la razón.
O, simplemente, recorte y pegue figuritas que encuentre en una vulgar revista de cine.

sábado, 14 de mayo de 2005

Odio los gusanos

Odio los gusanos. No me gustan. Me hacen cosquillas y, como saben, los muertos no nos podemos rascar ni reir. Y no hay nada peor que estar eternamente lagrimeando y aguantándose la risa, sin poder soltar la carcajada.

La última operación de cerebro

Era un genio. Realmente un genio.
Tenía un CI de más de 250. Desde niño había sido sometido a innumerables tests y experimentos por quienes trataban de comprender su genialidad. Ya de mayor, con varios doctorados en su haber, él mismo se estudió con la esperanza de descifrar sus secretos y encontrar la forma de develarlos para transferírselos a otros, para bien de la Humanidad. Armó un equipo de trabajo extraordinario, para lo cual buscó en todo el mundo a los mejores en más de cien disciplinas, quienes trabajaron bajo sus órdenes durante mucho tiempo.
Diseñó una operación de cerebro tan difícil que sólo él era capaz de llevarla a cabo. Pero como el cerebro a estudiar era el suyo, pasó años preparando a sus técnicos y ayudantes para realizarla.
Experimentaron con animales y con personas para aprehender y perfeccionar técnicas absolutamente revolucionarias, tanto que cada una de ellas por sí sola le hubiera bastado al buen Doctor para ganar, como menos, el Nobel. De hecho, recibió este premio en cinco oportunidades.
Por supuesto, en sus investigaciones cometió errores y murieron pacientes, como siempre ocurre. Esto fue por el bien mayor de la ciencia.
Pensó y repensó miles de veces las diferentes eventualidades que podían presentarse. Los datos a obtener eran de una complejidad tal, que sólo él, al despertar, podría descifrarlos.
Cuando cumplió sesenta y ocho años, la operación, por fin, tuvo lugar. Intervinieron doce equipos de médicos. Demoraron veintiocho horas. Debieron pasar tres días hasta que despertara. Sus discípulos se consumían esperando el momento en que el Maestro reaccionase y, por fin, pudiese culminar el trabajo de toda una vida.
Se despertó. Abrió los ojos y miro a su alrededor. Con su voz profunda, pronunció sus primeras palabras luego de la última operación de cerebro:
- Nene quede pis

Querida amiga:

No te diré mi nombre. No importa quién soy o cómo he llegado hasta ti. Te bastará saber que hace ya tiempo que te conozco y, aunque no quieras creerlo, tú jamás me has visto. He conocido y admirado cada uno de tus pasos y, me sonrojo al reconocerlo, con sana envidia he contemplado el transcurrir de tu vida. Esperaba compartir las horas contigo, algún día, y extasiarnos juntas en sublimes y prolongadas charlas sobre los más variados temas que, sé, son de tu gusto y el mío.
Pero no he podido creer que al conocerlo a Él, dentro mío, te alejaras tanto. No pude soportar el verte feliz a su lado y tan retirada de mí. Aún cuando los celos me fueran hasta ese momento desconocidos, lograron crecer hasta obligarme a dar este paso. Espero, sinceramente, que sufras tanto como estoy sufriendo yo. Creo que jamás volveremos a vernos, ni sabrás más de mí. 

Con afecto, tu amiga hasta hoy.

P.D.: En la encomienda que adjunto encontrarás la cabeza de tu amado.

Sr. Juez:

TTal vez a Usted le sorprenda -y confieso que el primer sorprendido soy yo- leer tamaña sarta de incongruencias  ocupando estas hojas; a las que, no dudo, Usía sabría darle una mejor finalidad. Pero como están las cosas, no creo que importe el desperdicio que yo haga.
Lo cierto es que alguien (considere Usted el entrecomillado de esta última palabra) me impulsó a contarle esto. Nunca he escrito nada, a no ser un montón bastante despreciable de cartas y una que otra poesía, lo que conforma mi obra literaria; y ningún crítico dudaría en afirmar que en ella se encuentra reunido un admirable compendio de insulsas pavadas. Comprenderá entonces lo cohibido que me siento al contarle esto a Usted.
Hecha esta salvedad pasemos al asunto que nos interesa:
Ocurre que soy diferente. No especial. Ni raro. Solo diferente. Un párrafo, quizá apócrifo, del Atharveda hindú y que Bhartrihari rememora en uno de sus cantos (quizá apócrifo, también) dice que los hombres como yo, poseedores de ciertas, digamos, características, tenemos el don de la vida eterna.
A pesar de esto, yo no me atrevería a llamarme inmortal, puesto que mi castigo (o mi premio) puede acabar algún día. No soy ambicioso. Yo diría que soy amortal. Y por favor, no interprete Usted esto como un sacrilegio del bienamado lenguaje. Espero que coincida conmigo: esta es una buena manera de describirme.
Como todo amortal que se precie, no recuerdo dónde nací. Y mucho menos mi edad. Me gusta la soledad, o la compañía de otros como yo. No extraño la mente racional que una vez tuve. Y amo los fantasmas que habitan mis horas. No soy un loco aunque reconozco que suelo actuar como tal. Me encanta mezclar fantasía y realidad. Las superpongo y vivo en ambas o bebo de ellas como de un elixir que permitiera no ser normal, tal como se acostumbra usar el término; o me alimento de la realidad para convivir con mi imaginación en otros lugares, visitando a otras gentes, otros mundos. La fantasía es mi ley, es mi credo; de ella se alimenta mi cerebro.
La gente como Usted, a los que yo llamo mi mundo de afuera, me mira con asombro, como sin entender, o no quererlo, que soy diferente.
Estoy muy cansado y me cuesta un enorme esfuerzo tratar de remontarme al principio. Quizá porque nunca he entendido cómo empezó la cosa. A veces mis fantasmas, de los que ya le hablé, luchan para que no comprenda mi pasado. Me muestran otros aconteceres, otros sueños.
De cualquier manera, y a modo de comentario, le contaré la versión que considero como la más aceptable.
Lo cierto es que por una causa equis yo morí, en el sentido más literal de la palabra, en un hospital. Curiosamente, sí recuerdo la cara del médico y su amabilidad. Pero después de los que adivino como esmerados cuidados; y aceptando la imposibilidad de salvarme, certificó mi muerte. Simplemente, dejé de existir.
Usted habrá oído en más de una oportunidad acerca de las experiencias posteriores a la muerte y no lo aburriré con detalles con los que, aunque más no sea por las revistas sensacionalistas, debe estar familiarizado. Muy sucintamente: me elevé por sobre mi cuerpo, viajé por un túnel al final del cual se veía una luz maravillosa, que no hería mis ojos y toda la parafernalia de efectos especiales que normalmente acompaña a este tipo de testimonios. Lo cierto es que la luz me habló. Con voz cristalina, dulce, desprovista de sonidos, llena de un eco inexistente; me dijo que aún no era el momento y que debía volver a convivir entre los hombres
Desperté no recuerdo cómo ni sé cuándo.
Además, tampoco sé por qué causa (quizá me gustó la aventura) decidí volver a los pocos días; una vez que me repuse del mal que me había matado la primera vez. Me las arreglé para pegarme un tiro, lo suficientemente exacto como para dejar de existir, pero no definitivamente. Comprenderá Usted las dificultades que encierra este primer paso. Hay que calcular exactamente cómo se lleva a cabo: el arma, el tipo de proyectil, el ángulo de entrada, la zona donde impacta. Son extremadamente grandes las posibilidades de que el viaje sea sin retorno. Pero sólo es cuestión de entrenamiento y de tener los ojos bien abiertos al momento de morir. No asustarse es la consigna.
Una vez muerto, repetí la ceremonia del viaje.
En la actualidad visito diariamente, y dos veces los domingos, el Paraíso de Señor.
He recurrido a diversos métodos de suicidio para realizar el viaje: horca, veneno, automóviles, aviones, precipicios, electricidad, gas, agua, revolver. En fin la lista es larga y se podría decir que soy un experto en la materia. Las precauciones y cálculos son tan variados y precisos, según el método de suicidio que se emplee, que explicarlos, aún someramente, sería largo y tedioso. Así que me tomaré la libertad de obviar este punto, tratando de aburrirlo lo menos posible con comentarios superfluos.
La carne es débil y no resiste tamaño trajín así que he tenido que cambiar varias veces de cuerpo, porque quedan completamente inservibles luego de la cuarta o quinta muerte. Por suerte la oferta de éstos en desuso es grande y basta con apropiarse de uno sin más ni mas.
Otro detalle curioso es que jamás. Al regreso del viaje, he aparecido en el mismo lugar. Así, como corolario, he conocido casi todo el mundo. Esto es evidentemente una ventaja, ya que permite experimentar nuevas formas de suicidio, e inclusive, usar cuerpos de diversas partes del planeta. Esto me facilitó la recopilación de una serie de vivencias que, si Dios quiere, serán motivo de una próxima carta.
Además, entre viaje y viaje parece haber una dilatación del tiempo a la que no les he encontrado explicación, pero sucede que algunas veces, entre ida y vuelta, transcurren entre veinte y treinta minutos. Esto es lo que ocurre con mayor asiduidad. Sin embargo, en algunas oportunidades pasan cinco, seis, o hasta diez horas. Inclusive, una vez pasaron cuatro días. No hay una aparente relación entre cuánto permanezco muerto y el lugar del planeta donde me encuentre. Y en el Paraíso no puedo controlar el tiempo. Allá no hay relojes. Cualquier momento es ahora, cien años en el futuro o diez mil años atrás.
Con el paso de los viajes la escenografía de aquel lugar fue cambiando. De a poco, la Luz de la que le hablé fue dejándole lugar a un paisaje diferente e igual a la vez. Es decir, más o menos se repiten los elementos, pero en posiciones, formas, colores distintos.
Siempre hay un muro, larguísimo, de unos tres metros de altura y construido con un material extraño. Hay una puerta al centro que a veces es vieja, de rejas, de madera, de hierro y hasta de oro... y otras es modernísima, de vidrio, de un metal transparente.
No sé en qué momento colmé la paciencia de la Guardia de Seguridad del Cielo, el caso es que cansados de verme ir y venir frente a su puerta, me dejaron transponer el muro para echarle una mirada al interior.
No es mi intención ahora hacer una descripción detallada de esta experiencia, pero merece Usted saber que he visto y hablado con personajes singulares. He visitado hermosísimos lugares aunque hay varios que, por mi condición de amortal, me están vedados.
Casi todas las semanas se organizan excursiones al Infierno.
Por supuesto, no soy el único al que se le permite visitar el Cielo en las condiciones en que yo lo hago. En rigor de verdad cualquiera que se anime a morir por unos minutos y tenga un poco de perseverancia, puede hacerlo. La experiencia es en un todo recomendable.
El motivo final de la presente, Sr. Juez, es ponerlo al tanto de mi intención de viajar nuevamente en los próximos minutos. Durante todo el día he estado pensando en mí y en lo cansado que me siento. Estoy sentado en una mesa, en la vereda de un bar que da a la plaza y es mediodía. Siento un gusto entre sádico y morboso en matarme frente a mucha gente. Y la hay a montones acá. Ya he dispuesto la pistola sobre la mesa, al lado de esta carta. Me aseguro de que alguien, al azar, me está mirando cuando pongo el caño de la pistola en mi boca. La mujer que me mira se espanta y el señor que está sentado en la mesa vecina se sobresalta cuando escucha el estampido. Lo de siempre. Es curioso con qué velocidad ocurre todo. Se arremolinan a mi lado tratando inútilmente de ayudarme. Llega una ambulancia con los paramédicos, y fotógrafos. Luego viene el hospital, la camilla y los médicos que aun tratan de reanimarme. Me declaran muerto y me hacen una autopsia. El médico llena un formulario donde escribe que encuentra algo en mi sangre.
Me gustaría gritarle que lo que me mató fue el disparo. Que no se preocupe, que regresaré pronto.
Encuentra algo en mi sangre.  Fenilciclohexilpiperidina.  Fenciclidina.
"...Fenciclidina, también llamada PCP o Polvo de Ángel..."
Está loco. No sabe que los Ángeles son mis amigos.

El Logro más preciado del Ayudante Mondiola

Arternio Mondiola se recibió de microbiólogo en una fría madrugada, tipo Londres de fines del siglo pasado, el 6 de julio de 1983 en una pensión de la calle Alberdi, cuando terminó de repasar la última frase de la última bolilla de la última materia que le quedaba por rendir.
La materia la rindió a la tarde, pero acá estamos suponiendo que ya la sabía desde la mañana; o sea que si bien lo examinaron como a las 16 horas de ese día, él ya sabía todo lo que tenía que saber en su carrera desde la madrugada. ¿Capito? iMa, sí! ¡qué tengo que explicarles, manga de salames!. Si no entienden, diríjanse personalmente o por carta al Jeri, que es mi jefe y les dará más detalles.
Continuemos. La fecha es tentativa (de tentar, causar gracia), porque en realidad, al diploma se lo entregaron como tres años después. Pero ese es otro tema. Mientras tanto; laburó en la Universidad como ayudante de laboratorio. El siempre soñó con que su nombre se hiciera famoso, que se hablase de "la enfermedad de Mondiola", del "mal de Mondiola", o quizá quiso inmortalizarse en una vacuna, la "Mondiola oral", por ejemplo.
Así, se abocó a la tarea de encontrar la fama.
Sospechando un oblicuo proyecto entre los gérmenes genéticos A - Z21 del onomatopol en polvo, quizá, proveniente de una ablución ecuánime de martillato de golpol en los elementos neutros de las células choteicas del aireato nuevo de salypimient- B, sobre el estómago estrecho de la lombriz solitaria, encontró el camino despejado para aislar el virus del cuis de Mozambique. En la teoría, !as cosas le fueron al pelo.
Pero no al cuetemente la Universidad Nacional de Río Cuarto tiene un presupuesto invisible. La imposibilidad de fletar un cuis desde Mozambique, lo obligó a conformarse con uno que agarró en el camino de tierra que va a AIpa Corral. La falta de anestesia, y otros elementos, sumado a la repulsión que le causaba abrir un bicho, hicieron que debiera observarlo; a simple vista, debido a que no había un solo microscopio como la gente, manteniendo las cuatro patas del animalejo para arriba a fuerza de cosquillas en la panza.
Al cabo de un tiempo, y como no encontró nada raro, dio por terminada su investigación y sometió al arbitrio de un Tribunal Examinador sus conclusiones. Al trabajo lo llamó: "Aislación del cuis". Y consistía en eso; un cuis solo, en una jaula, aislado de otros cuises. En la conclusión afirmaba que el virus buscado estaba dentro del marsupial; y que era invisible a simple vista o aun con ayuda de lupa.
Causó sensación. Porque, seamos francos, ¿Quién ha visto de cerca alguna vez a un cuis?
De acá mandaron todo a un congreso mundial en EEUU. De allí lo rebotaron aconsejando una inmediata internación al culpable de tal atrocidad en algún hospital para insanos mentales.
Artemio Mondiola ahora busca rastros de tripanozoma cruci en las tapitas de Coca - Cola, en las horas libres que le deja el puestito de ventas de media a tres por diez pesos en la puerta del Banco Nación.

Últimas palabras

Sweeney Tood está detrás de Jack the Ripper. Sostiene su navaja entre la garganta y la oreja de Jack, haciéndole inclinar la cabeza y tener una curiosa perspectiva del papel sobre el que escribe.
Sweeney quiere que Jack escriba sobre las atrocidades que ha estado cometiendo.
Dice que debe escribirlas, o lo liquida. 
Jack dice que no importa.
Tood le aclara que es la última advertencia.
Jack le dice que se vaya al carajo y que no va a escribir esa menti

Mare Nostrum

En ese entonces sí que la tierra era plana.
Y no medía más de cuatro cuadras.
Había un Mare Nostrum entre ambas veredas
que cruzábamos mirando que no viniese
algún barco.
Jamás pensamos en llegar más lejos
hasta bien entrados los ocho años.
Por aquellos días no existían naciones.
Éramos, más bien, una especie de tribu,
un pueblo bárbaro, el azote del barrio.
La siesta era un concepto claramente
antipático.
Y su tiempo era un tiempo de aprender
del más viejo, los secretos vedados.

El más viejo era Delmo
que andaba promediando los seis años
cuando los demás dejábamos los cuatro.
Hasta juraba
que se había emborrachado con un vaso de tinto
al final del recreo más largo.
Por él conocimos
La primera acepción no materna de teta
El nido del gorrión
los olores del campo.

Saber y no saber
nuestro futuro.
Ni Mario, ni José ni sus hermanos,
ni yo, ni los demás
imaginamos
lo distinto del curso de los años.
En ese entonces sí que pensábamos salvarnos.
Apenas sabíamos leer, por tanto
no asustaban los diarios.
Además nuestra calle, Mare Nostrum de tierra,
estaba a kilómetros luz de cualquier parte
casi casi indescubiertos,
casi felices, casi abandonados.

Mucho después, cuando la guerra
sospeché otro final.
Yo estaba lejos.
Desde entonces,
no he vuelto a saber de aquellos vándalos.

La Leyenda del Pitistruli

Las leyendas son, generalmente, el producto destilado por la imaginación de una comunidad, algún hecho, algo que ocurrió realmente (o sea, de este lado de la razón). Y es tarea de un buen Desculador de Leyendas saber encontrar los vestigios de verdad que cohabitan con la bruta mole de bolazos, infaltable en estos relatos.
Cualquiera puede descular leyendas. En realidad, el conjunto de ellas en sí, no presenta ningún inconveniente. Pero hay una en particular que resume, en lo extraño de su texto, una especie de batahola entre los democráticos pliegues del mundo tangible, cercano, cotidiano; y los rebeldes y acuartelados recovecos de la histeria colectiva.
Lo dicho hasta acá no constituye más que una sarta de palabras apilados al cuete como para llenar espacio. Si alguno de los que están leyendo le encuentra sentido, bueno, allá éI. Yo sigo.
Hablamos de la leyenda del Pitistruli.
Cuentan que hace mucho tiempo, en un país que ya no existe. había una ciudad muy, muy grande llena de exquisitas mansiones y señoriales castillos a la que Ilamaban Imperio. Y por vaya uno a saber que prostituta coincidencia, tenía una Universidad bastante parecida a lo nuestra. Allí había un servicio de guardia. En lo guardia estaba el Boby. Y a pocos metros del Boby. estaba la Facultad de Veterinaria.
Dicen que había un estudiante que le tenía un hambre bárbaro al pobre perro, dicen.
Acá entra en juego el Desculador de Leyendas. Cualquiera que conozca la Universidad Puede inferir, sin ningún tipo de dudas, que la leyenda incurre en un verso talle 112, por lo menos (grande ¿vió?). Cualquiera sabe que es imposible que UN alumno de Veterinaria quiera hacerle algo a un perro. De haber un animalito suelto. no serán menos de VEINTE los doctores lanzados como gurkas a lo caza del infortunado. Sigamos.
La leyenda narra las desventuras por las que atravesó el Boby huyendo del estudiante. Su vagar escondiéndose en aulas, facultades, laboratorios y dependencias.
Su sigilosa vigilia en las noches. Su milagrosa salvación a la trampa de la inyección de formol. Y su lamentable descuido.
Sabido es que no hay Rambo que dure cien años. Y bueno, un triste día le tocó al Boby.
El instrumento de la perdición fue la Florencia, una perrita que era un primor.
Suave como la seda. Blanca como la nieve. Y falsa como ella sola.
Y allá fue a parar el Boby.
Se encanutó hasta las cejas.
Cuentan que aún hoy puede verse a la ingrata disfrutando de los huesos malhabidos con los que le pagaron los humanos por traicionar o los suyos.
¡Qué no le hizo el malvado estudiante al Boby! Le abrió la panza, le cortó lo cola, le afanó el bulbo raquídeo, lo trinchó, lo espichó y lo cosió.
Cuando acabó con el pobre, lo largó solito.
El Boby ya no era el Boby.
Sin los atributos propios de su sexo, el pobre rumió su pena rumbo al bajo y se metió en el río. Lloró su dolor por el bien perdido durante cuatro días con sus noches. Le aulló a las estrellas, al viento sur, a las lechuzas y a un cervatillo rojo, evidentemente desubicado dentro del contexto general en que se desarrolla lo leyenda.
A la mañana del quinto día, el sol contempló, asombrado, un hermoso Pististruli blanco que ocupaba el lugar donde había secado sus ojos el desdichado Boby, del que sólo quedaban unas cenizas doradas y azules.
El Pitistruli estiró sus doce pares de patas, agitó sus cinco alas y levantó vuelo. Sobrevoló una vez el Campus sonriendo a medias.
No hubo nadie que viera cómo se fue volando hacia el cielo de los perros.

Semblanza de un general demasiado parecido a los nuestros

El general tenía un gran ejército
con soldados muy rubios y valientes,
tenía un negro de sirviente,
y pistolas de cachas con diamantes.
Un perro policía y desafiante
que dormía con él en la campaña.

El general amaba a una princesa
que siempre estuvo lejos y sonriente
rodeada de los lujos de la corte
mientras él, muy triste, en la batalla
trabajaba de experto combatiente.

El general jamás hizo preguntas
ni distinguió culpables de inocentes
y siempre defendió con sus infantes
los bienes y las tierras de sus reyes.
El general endiosó su ideología
y se opuso a las demás hasta su muerte;
jamás ganó una guerra miserable
y llegó a viejo militar, condecorado,
con el peso de sus años en la espalda
y el de todas las muertes en su mente.

Jamás hizo un disparo en el combate
ni nunca mató a nadie con su sable.
Pero sembró el terror en sus campañas
en contra de unos pocos insurgentes
que peleaban con azadas y con palas
y que en nombre de la Patria y de los Hombres
se murieron bajo bombas y cohetes.

El general tuvo fama de asesino
pero nunca esto fue justificable
porque sólo ordenó se diera muerte
a dos pobres, un negro, un ignorante
cien curas, veinte indios, diez cantantes,
doscientos actores militantes,
cien amas de casa, un escribiente,
dos grandes hacendados, un banquero,
dos traidores (un cabo y un teniente)
más o menos quinientos lustrabotas,
un poeta, un florista y un gerente.

El general se murió decentemente
a una edad un tanto razonable.
Llovieron las loas a su nombre
y fue enterrado muy cristianamente.
Algunos despreciables difamantes
dijeron: "el general era un demente";
pero nadie discute que la gente
lo guarda entre los dignos de respeto.
Hasta hicieron una estatua que lo muestra
apuntando con su espada hacia el poniente.

Mi último deseo

Apuró su copa de ginebra. La dejó, vacía, sobre la pequeña mesa y contra la pared. Desató los nudos de los cordones y los sacó de sus zapatos. Los puso, estirados, sobre el borde derecho de la mesa, delante del vaso de ginebra. Se quitó los zapatos y los dejó, uno junto al otro, debajo de la mesa. Mojó con saliva su dedo índice de la mano derecha y limpió una pequeña mancha de barro en su zapato derecho. Éste recuperó el esplendor de su brillo. Desabrochó los puños de su camisa. Desabrochó los botones. Se la quitó. La dobló con cuidado y la dejó sobre la mesa, al lado de los cordones. Desabrochó su cinto y se lo quitó. Lo enrolló y lo puso sobre la camisa. Se quitó los pantalones. Los dobló y los puso al costado de la camisa, ya sobre el borde izquierdo de la mesa. También se sacó los canzoncillos, los dobló y los puso sobre los pantalones. Abrió la puerta de la habitación. Se cubrió con la túnica burda y arrugada que estaba tirada al lado de la puerta. Salió al patio. El sol del mediodía le hizo entrecerrar sus ojos. Caminó hacia el centro del patio. Apuró su copa de ginebra. La dejó, vacía, sobre la pequeña mesa y contra la pared. Desató los nudos de los cordones y los sacó de sus zapatos. Los puso, estirados, sobre el borde derecho de la mesa, delante del vaso de ginebra. Se quitó los zapatos y los dejó, uno junto al otro, debajo de la mesa. Mojó con saliva su dedo índice de la mano derecha y limpió una pequeña mancha de barro en su zapato derecho. Éste recuperó el esplendor de su brillo. Desabrochó los puños de su camisa. Desabrochó los botones. Se la quitó. La dobló con cuidado y la dejó sobre la mesa, al lado de los cordones. Desabrochó su cinto y se lo quitó. Lo enrolló y lo puso sobre la camisa. Se quitó los pantalones. Los dobló y los puso al costado de la camisa, ya sobre el borde izquierdo de la mesa. También se sacó los canzoncillos, los dobló y los puso sobre los pantalones. Abrió la puerta de la habitación. Se cubrió con la túnica burda y arrugada que estaba tirada al lado de la puerta. Salió al patio. El sol del mediodía le hizo entrecerrar sus ojos. Caminó hacia el centro del patio.
El pelotón de fusilamiento ya estaba formado y apuntando.
Desde afuera, y a través de la reja, su mujer, vestida de rojo, sonreía indisimuladamente.

Éramos un millón de animalitos ciegos


Para Max

Entraron a mi hogar destruyendo todo.
El primero en morir fue papá, al tratar de impedir que tomaran a mi madre; pero el más grande de los salvajes, el que a todas luces era el jefe del grupo, le asestó un tremendo golpe con su garrote, que deshizo su cabeza.
Mi hermano mayor me tomó entre sus brazos y quiso sacarme de la Gran Sala, alejándonos de Casa. Nunca supe de dónde vino el ataque. Se le doblaron las piernas y caímos. Cuando vi sus ojos vidriosos escudriñando el vacío, comprendí que estaba muerto. Grité con todas mis fuerzas, en una mezcla de impotencia y locura.
Ese fue mi último acto consciente. Nunca más volví a ver a mi familia.
Los salvajes me encerraron en una caja pequeña, en completa oscuridad. Me alimentaban una vez por día y nunca me dejaron salir. El olor y la pesadez del aire eran insoportables.
No sé cuánto duró esa agonía. Perdía el conocimiento de continuo. En mis escasos momentos de lucidez notaba a veces una negrura total y otras, hilos tenues de luz que iluminaban mis manos sangrantes e infectadas, como lo estaba el resto de mi cuerpo. Y en todo momento, el movimiento bamboleante me mostraba que íbamos andando hacia un destino que desconocía.
En el delirio de la fiebre oía desgarradores gemidos y hasta lo que, supuse, eran palabras que decían mis compañeros de marcha y agonía. No reconocí sus lenguajes.
Cierto día, el bullicio del exterior se hizo atronador. En algún momento abrieron la puerta de mi caja y dos salvajes me sacaron, arrastrándome, de ella. La claridad cegadora inundó mis ojos. Cuando, después de un tiempo, pude adaptar mi vista a la luz, comprendí que estaba en una jaula. Con gran esfuerzo, me puse en cuclillas y pude apreciar la inmensidad de la trágica escena.
Estábamos en una habitación muy grande, más grande que cualquiera que hubiese visto antes. A ambos lados de un pasillo estaban dispuestas las jaulas, similares a aquella en la que ahora me encontraba, algunas más grandes, otras menores. Unas encima de las otras. En su interior, infinidad de seres de los que habitaron mi tierra. Desde los grandiosos Caballos-con-Trompa, hasta los hermosos Seres-que-Surcan-los-Cielos.
Mi jaula ocupaba uno de los lugares más altos, apenas por debajo de una ventana circular. Poniéndome en puntas de pie con esfuerzo, a través de ella podía ver un paisaje desolado: una gran extensión de arena, con algunos arbustos esparcidos aquí y allá; una llanura chata apenas cortada por una montaña solitaria, a lo lejos, detrás del horizonte.
En la jaula vecina habían colocado a una hembra de mi raza, a la que jamás había visto antes. La cubría de vergüenza su desnudez obligada, y aunque la supuse hermosa, su rostro con sangre seca, sus ojos rojos de llanto y su cuerpo tan maltratado, quizá como el mío; me empujaron a la pena y a la necesidad de consolarla. Le hablé con suavidad, pero ni siquiera me miró. Perdí la cuenta del tiempo que pasamos allí.
No había ningún tipo de separación entre las jaulas de arriba y las de abajo, de modo tal que el excremento y el orín de las superiores caían de una a otra hasta llegar al piso. Muchos de los cautivos que estaban en las jaulas inferiores murieron. Cada día, una vez, los salvajes entraban a la Gran Habitación y retiraban los muertos, ponían a nuevos prisioneros, recién llegados, en otras jaulas y nos daban escaso alimento.
Nos castigaban sin motivo. Creo que mi compañera enloqueció. Lloraba y llamaba sin descanso a su hijo.
Finalmente, una mañana en que vi el cielo oscurecido por las nubes, se abrió la puerta de la Gran Habitación y entraron todos los salvajes. A su cabeza, uno de ellos, de pelo blanco y cara surcada por arrugas viejas, y al que nunca habíamos visto; alzó su mano. Se hizo el silencio y con voz atronadora habló con palabras que no entendí, pero que aún escucho en  mis oídos como a una maldición, como el motivo y razón de la muerte de mi mundo. El dijo:
―¡Animales!, mi nombre es Noé.
Afuera se desató la tormenta. Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches.

Mami maestra

Venite acá, hijo 
que acá está más cálido. 
Éstas son las noches de invierno que extraño, 
iguales a aquellas de cuando
tenía tus años.
Sabés? Antes de la tele y las computadoras,
cuando el mundo era 
un poco más joven,
los hombres más viejos contaban historias
que los más chiquitos, con los ojos grandes,
y llenos de asombro,
oían callados.
Yo tengo un buen cuento
para vos, mi cielo, 
que es también mi historia 
y parte de la tuya. 
Acá va. 
Escuchalo.
Érase una vez una maestra
de aquellas que sólo puede dar el campo;
moldeada en la tierra que hace muchos años
los comechingones sueñeros pisaron,
donde los ranqueles pelearon al huinca;
y la misma tierra que surcó el arado
de abuelos gringos que un día llegaron 
matando hambre-espanto 
con hambre-milagro.
Maestra de sulky, de mate cebado,
de compartir fríos en crudos inviernos
y calores machos en machos veranos.
Hada señorita de cuarenta enanos 
que entraban al mundo 
de su mano.
Maestra guía de querer la Patria,
de saber que el más chico de sus chiquititos
es mucho más Patria
que aquella 
que viene del bronce
y que está en las plazas
montada en rampantes caballos.
Maga señorita de enseñar Cabildos
en hojas de canson
y pintar caritas con corcho quemado
cada 25 de mayo.
Maestra coraje de emociones fuertes,
de curar heridas, de emparchar empachos
y arreglar cansancios. 
De llorar parejo más de lo debido
porque no hay manera de poner
consuelo donde sólo cabe
el llanto más amplio.
Era ésta maestra también consejera;
de enseñar caminos
entre los rencores que alejan amigos,
entre los temores que apagan familias,
entre los dolores que vencen ancianos.
A veces sanando, 
las más compartiendo miedos, sufrimientos,
quieros y cansancios.
Maestra de Vida
que dejó la suya 
entre campo y ranchos,
al pié de la sierra,
donde el sauce llora 
en el arroyo manso.
Mi mamá y amiga.
Es mi orgullo, hijito, decir que heredamos 
su corazón puro, sus grandes abrazos. 
Y sueño que a veces 
mi mamá, 
tu abuela, 
mi mami maestra 
vuelve a darnos clases, guía nuestras manos 
que escriben temblando 
nuestros pasos.
Diosito la manda
a darnos alivio,
en cada nenito
de delantal blanco.

Los buenos y los malos

Los derrotados tienen a favor
su odio profundo
la obvia necesidad de una venganza
las ganas de revancha
el placer de decir
volveremos
en discursos, proclamas, entrevistas,
diarios, flashes y pancartas;
el llanto derramado
cicatrices que más o menos
cada aniversario sangran. 
Es probable que cuenten
con la ventaja de haber sido 
no solamente blanco, lógicamente, 
de los que ganaron
sino, además,
de los cronistas de campo de la ci en en
o de un morondánguico canal del mismo barrio.
Por supuesto tienen una historia 
futuramente apócrifa
que difiere levemente en tonos y matices
de la que aparecerá
en manuales, cidis,
muvies, videoguéims, 
joumpéigs o quíen sabe
qué futuro 
progreso tecnológico.
En cambio
los ganadores tienen 
un precipicio al frente.
Y no pueden escapar al salto
so pena de dejar todo en manos
de los despreciables gusanos
a los que vencieron.
No dejarán de perpetuarse en bronce
ni de escribir loas y poemas épicos
que lleguen al futuro y etcéteras
etcéteras, etcéteras. 
Escribirán, por cierto, la historia verdadera;
se autootorgarán medallas a dudosos honores
Pero
allá 
muy en el fondo, al menos habrá uno 
que repita la pregunta 
que vuelven a hacerse siglo a siglo
los beneméritos y amados 
triunfadores:
¿Qué hacemos ahora que ganamos?

Manifestaciones







Una celda húmeda y oscura

Comenzaron a caer mis hojas en la primavera del ochenta y dos; cuando las nubes y los lamentos eran tan lejanos como hoy.

Tenía un libro de tapas verdes y letras así de grandes, que llevaba a todas partes y leía cuando estaba con vos. Tenía la piel oscura y llena de escamas de un sol que nunca me tocaba y los ojos repletos de lágrimas que no se me ocurría llorar. Me dolía el cuerpo después de correr tras esas ganas de entregarme entero.

Estabas tan lejos que no importa. Yo te quería. Aún no entiendo un modo de vivir sin vos; y no hay flores que te llamen ahora, como te llamaban mis rosas –esas que nunca oliste, que nunca tuve-.

El sol sube más en los mediodías de ahora, que cuando te miraba en las mañanas. Se demora porque no existe el apuro de esperarte, como queriendo, siempre.

No hay otra cosa que dar. Ni mi estimado apego al poder de la vida. Todo se acabó con vos, con la sonrisa de ese cadáver que no existió jamás entre nosotros.

Buena nos salió la cosa: esperábamos un cielo para ser eternos y el brillo de las estrellas se nos fue entre puertas de color de almas.

No hay amor. El amor no existe.

Mis ganas de ser libre quedaron atrapadas en mi diario, para que no las leas nunca. Me entregué, me di prisionero. Hoy lloro mi sangre y mis entrañas por vos, que no supiste de mi; porque mi nombre no está escrito en los Libros. No era nadie mi nombre.

Es mi destino. No quiero escapar de él, porque sería reconocer que no estuve enamorado de vos. Y eso no es cierto. Te amé, si no, ¿cómo hubiera podido destruirte? No espero que entiendas. Estabas repleta de hombres y el hombre no comprende lo sublime del hermoso arte de darnos por entero. Me sería condenadamente humano decir que te maté porque no encontraba la forma de que fueras mía.

No te vayas. Esperá. Acá no nos dejan hablar. Nos sacan la boca. Y te quiero desde entonces hasta cada uno de los incontables pedazos en que dividí tu cuerpo. El mal no fue deshacerte. Lo difícil fue darme por vencido y comprender. Vos no podías, amor.

No estoy solo. Tengo una legión detrás y un corazón que llora y un calor que me ciega estos ojos que no tengo.

Buena nos salió la cosa, amor, y qué terrible. Me condenaron a un odio feroz y a silencios de voces que no digo.

No hay amor. El amor no existe, amor, el amor no existe.

Dicen que no saben porque decidí que era mejor deshacerte a verte tan vital. No saben de la tortura, vida mía, no la entienden.

Fragmento de los delirios de Kazbeel, el Ángel; condenado a Soledad Eterna por los Tribunales del Cielo, convicto por destruir la Tierra en el año mil novecientos ochenta y tres

Calibre 45

Antes de llegar a la esquina, supo que sin dudas algo lo había alcanzado un poco más abajo de los hombros y casi al centro de su espalda. Sin embargo, esta certeza no lo asustó tanto como el estampido que le llegó desde atrás unos segundos después de haber sentido el impacto de la bala. Sólo con el envión que traía de su carrera alocada, llegó hasta el cartel azul en el que leyó, apenas de soslayo, "...rmiento 400-500", y se aferró a él con la certeza de que era el último sostén del cual tomarse. Las piernas se le aflojaron y prestó especial atención a cuánto esfuerzo le demandaba quedar de pie. No pensó en su familia. Ni siquiera en la razón de la absurda venganza de la cual le provino la muerte. Sólo pensó: "la pucha, si caigo, ese charquito del piso me manchará el traje?". Dejó de ver en el agua el reflejo azul-marrón de las luces de la calle. Jamás supo de la mancha oscura en su corbata-de-seda-italiana, pero hecha en China, la misma que su viuda atesora como trofeo de guerra en la cómoda que alguna vez fuera suya, en el segundo cajón de la izquierda.

Gris

Cuando éramos chicos
con un tibio olorcito a nuestras cosas,
formábamos una hermética pareja
en la diaria pelea del amor:
contra los viejos y el mundo. 
Era ellos o nosotros. Vos y yo.
Y un millón de tequieros nunca dichos,
pero que estaban ahí.
Hoy miro aquel paisaje, y lo extraño.
Creo que me falto
coraje/tiempo/ganas/huevos
(vos tachá lo que no corresponda)
para conservar esos espacios, esos amores.
No he sabido cuidarte, ni jugar con vos después de mis diez años. 
Tus vivencias y las mías, tan distintas, 
nos dieron iguales resultados: nos queremos.
Pero hay detalles que marcan diferencias:
A vos te han puesto piedras,
terribles cascotes, ladrillos que duelen.
Hay que ser buena hembra y tener los ovarios bien puestos
para mantenerte entera y con ganas
después de pasar por tanto infierno. 
Hay que ser bien hembra. Más y mejor que las mejores, 
para seguir peleando, hermanita,
para seguir, seguir, seguir
queriendo.

Elegía para José, que fue mi abuelo

Al fin me decidí y logré poner en orden las palabras para hablarte. 
Pude descifrar lo ineludible de tu muerte. 
Encontré el justo equilibrio entre ayer y tristeza. Y entonces entendí 
dónde has ido.
Supe que en todos los caminos, en cada grano de arena
tenés un pedazo de mirada.
Supe que sos gigante,
supe que creciste. 
(no sé si vos subiste o Dios bajó, pero creciste).
Sé que somos vos, que sos anhelo.
Que cuando el sol se ponga rojo hacia la tarde, tus prodigios,
tan humanos, hablarán de vos bajo los cien paraísos de tu patio.
Que cuando el viento encuentre, por fin, su música
será por que vos lo has ayudado.
Es dificil de entender, pero he sabido
que algún día, al final 
las estrellas escribirán tu nombre en un pedazo de cielo.