sábado, 14 de mayo de 2005

Una celda húmeda y oscura

Comenzaron a caer mis hojas en la primavera del ochenta y dos; cuando las nubes y los lamentos eran tan lejanos como hoy.

Tenía un libro de tapas verdes y letras así de grandes, que llevaba a todas partes y leía cuando estaba con vos. Tenía la piel oscura y llena de escamas de un sol que nunca me tocaba y los ojos repletos de lágrimas que no se me ocurría llorar. Me dolía el cuerpo después de correr tras esas ganas de entregarme entero.

Estabas tan lejos que no importa. Yo te quería. Aún no entiendo un modo de vivir sin vos; y no hay flores que te llamen ahora, como te llamaban mis rosas –esas que nunca oliste, que nunca tuve-.

El sol sube más en los mediodías de ahora, que cuando te miraba en las mañanas. Se demora porque no existe el apuro de esperarte, como queriendo, siempre.

No hay otra cosa que dar. Ni mi estimado apego al poder de la vida. Todo se acabó con vos, con la sonrisa de ese cadáver que no existió jamás entre nosotros.

Buena nos salió la cosa: esperábamos un cielo para ser eternos y el brillo de las estrellas se nos fue entre puertas de color de almas.

No hay amor. El amor no existe.

Mis ganas de ser libre quedaron atrapadas en mi diario, para que no las leas nunca. Me entregué, me di prisionero. Hoy lloro mi sangre y mis entrañas por vos, que no supiste de mi; porque mi nombre no está escrito en los Libros. No era nadie mi nombre.

Es mi destino. No quiero escapar de él, porque sería reconocer que no estuve enamorado de vos. Y eso no es cierto. Te amé, si no, ¿cómo hubiera podido destruirte? No espero que entiendas. Estabas repleta de hombres y el hombre no comprende lo sublime del hermoso arte de darnos por entero. Me sería condenadamente humano decir que te maté porque no encontraba la forma de que fueras mía.

No te vayas. Esperá. Acá no nos dejan hablar. Nos sacan la boca. Y te quiero desde entonces hasta cada uno de los incontables pedazos en que dividí tu cuerpo. El mal no fue deshacerte. Lo difícil fue darme por vencido y comprender. Vos no podías, amor.

No estoy solo. Tengo una legión detrás y un corazón que llora y un calor que me ciega estos ojos que no tengo.

Buena nos salió la cosa, amor, y qué terrible. Me condenaron a un odio feroz y a silencios de voces que no digo.

No hay amor. El amor no existe, amor, el amor no existe.

Dicen que no saben porque decidí que era mejor deshacerte a verte tan vital. No saben de la tortura, vida mía, no la entienden.

Fragmento de los delirios de Kazbeel, el Ángel; condenado a Soledad Eterna por los Tribunales del Cielo, convicto por destruir la Tierra en el año mil novecientos ochenta y tres

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