sábado, 14 de mayo de 2005

Sr. Juez:

TTal vez a Usted le sorprenda -y confieso que el primer sorprendido soy yo- leer tamaña sarta de incongruencias  ocupando estas hojas; a las que, no dudo, Usía sabría darle una mejor finalidad. Pero como están las cosas, no creo que importe el desperdicio que yo haga.
Lo cierto es que alguien (considere Usted el entrecomillado de esta última palabra) me impulsó a contarle esto. Nunca he escrito nada, a no ser un montón bastante despreciable de cartas y una que otra poesía, lo que conforma mi obra literaria; y ningún crítico dudaría en afirmar que en ella se encuentra reunido un admirable compendio de insulsas pavadas. Comprenderá entonces lo cohibido que me siento al contarle esto a Usted.
Hecha esta salvedad pasemos al asunto que nos interesa:
Ocurre que soy diferente. No especial. Ni raro. Solo diferente. Un párrafo, quizá apócrifo, del Atharveda hindú y que Bhartrihari rememora en uno de sus cantos (quizá apócrifo, también) dice que los hombres como yo, poseedores de ciertas, digamos, características, tenemos el don de la vida eterna.
A pesar de esto, yo no me atrevería a llamarme inmortal, puesto que mi castigo (o mi premio) puede acabar algún día. No soy ambicioso. Yo diría que soy amortal. Y por favor, no interprete Usted esto como un sacrilegio del bienamado lenguaje. Espero que coincida conmigo: esta es una buena manera de describirme.
Como todo amortal que se precie, no recuerdo dónde nací. Y mucho menos mi edad. Me gusta la soledad, o la compañía de otros como yo. No extraño la mente racional que una vez tuve. Y amo los fantasmas que habitan mis horas. No soy un loco aunque reconozco que suelo actuar como tal. Me encanta mezclar fantasía y realidad. Las superpongo y vivo en ambas o bebo de ellas como de un elixir que permitiera no ser normal, tal como se acostumbra usar el término; o me alimento de la realidad para convivir con mi imaginación en otros lugares, visitando a otras gentes, otros mundos. La fantasía es mi ley, es mi credo; de ella se alimenta mi cerebro.
La gente como Usted, a los que yo llamo mi mundo de afuera, me mira con asombro, como sin entender, o no quererlo, que soy diferente.
Estoy muy cansado y me cuesta un enorme esfuerzo tratar de remontarme al principio. Quizá porque nunca he entendido cómo empezó la cosa. A veces mis fantasmas, de los que ya le hablé, luchan para que no comprenda mi pasado. Me muestran otros aconteceres, otros sueños.
De cualquier manera, y a modo de comentario, le contaré la versión que considero como la más aceptable.
Lo cierto es que por una causa equis yo morí, en el sentido más literal de la palabra, en un hospital. Curiosamente, sí recuerdo la cara del médico y su amabilidad. Pero después de los que adivino como esmerados cuidados; y aceptando la imposibilidad de salvarme, certificó mi muerte. Simplemente, dejé de existir.
Usted habrá oído en más de una oportunidad acerca de las experiencias posteriores a la muerte y no lo aburriré con detalles con los que, aunque más no sea por las revistas sensacionalistas, debe estar familiarizado. Muy sucintamente: me elevé por sobre mi cuerpo, viajé por un túnel al final del cual se veía una luz maravillosa, que no hería mis ojos y toda la parafernalia de efectos especiales que normalmente acompaña a este tipo de testimonios. Lo cierto es que la luz me habló. Con voz cristalina, dulce, desprovista de sonidos, llena de un eco inexistente; me dijo que aún no era el momento y que debía volver a convivir entre los hombres
Desperté no recuerdo cómo ni sé cuándo.
Además, tampoco sé por qué causa (quizá me gustó la aventura) decidí volver a los pocos días; una vez que me repuse del mal que me había matado la primera vez. Me las arreglé para pegarme un tiro, lo suficientemente exacto como para dejar de existir, pero no definitivamente. Comprenderá Usted las dificultades que encierra este primer paso. Hay que calcular exactamente cómo se lleva a cabo: el arma, el tipo de proyectil, el ángulo de entrada, la zona donde impacta. Son extremadamente grandes las posibilidades de que el viaje sea sin retorno. Pero sólo es cuestión de entrenamiento y de tener los ojos bien abiertos al momento de morir. No asustarse es la consigna.
Una vez muerto, repetí la ceremonia del viaje.
En la actualidad visito diariamente, y dos veces los domingos, el Paraíso de Señor.
He recurrido a diversos métodos de suicidio para realizar el viaje: horca, veneno, automóviles, aviones, precipicios, electricidad, gas, agua, revolver. En fin la lista es larga y se podría decir que soy un experto en la materia. Las precauciones y cálculos son tan variados y precisos, según el método de suicidio que se emplee, que explicarlos, aún someramente, sería largo y tedioso. Así que me tomaré la libertad de obviar este punto, tratando de aburrirlo lo menos posible con comentarios superfluos.
La carne es débil y no resiste tamaño trajín así que he tenido que cambiar varias veces de cuerpo, porque quedan completamente inservibles luego de la cuarta o quinta muerte. Por suerte la oferta de éstos en desuso es grande y basta con apropiarse de uno sin más ni mas.
Otro detalle curioso es que jamás. Al regreso del viaje, he aparecido en el mismo lugar. Así, como corolario, he conocido casi todo el mundo. Esto es evidentemente una ventaja, ya que permite experimentar nuevas formas de suicidio, e inclusive, usar cuerpos de diversas partes del planeta. Esto me facilitó la recopilación de una serie de vivencias que, si Dios quiere, serán motivo de una próxima carta.
Además, entre viaje y viaje parece haber una dilatación del tiempo a la que no les he encontrado explicación, pero sucede que algunas veces, entre ida y vuelta, transcurren entre veinte y treinta minutos. Esto es lo que ocurre con mayor asiduidad. Sin embargo, en algunas oportunidades pasan cinco, seis, o hasta diez horas. Inclusive, una vez pasaron cuatro días. No hay una aparente relación entre cuánto permanezco muerto y el lugar del planeta donde me encuentre. Y en el Paraíso no puedo controlar el tiempo. Allá no hay relojes. Cualquier momento es ahora, cien años en el futuro o diez mil años atrás.
Con el paso de los viajes la escenografía de aquel lugar fue cambiando. De a poco, la Luz de la que le hablé fue dejándole lugar a un paisaje diferente e igual a la vez. Es decir, más o menos se repiten los elementos, pero en posiciones, formas, colores distintos.
Siempre hay un muro, larguísimo, de unos tres metros de altura y construido con un material extraño. Hay una puerta al centro que a veces es vieja, de rejas, de madera, de hierro y hasta de oro... y otras es modernísima, de vidrio, de un metal transparente.
No sé en qué momento colmé la paciencia de la Guardia de Seguridad del Cielo, el caso es que cansados de verme ir y venir frente a su puerta, me dejaron transponer el muro para echarle una mirada al interior.
No es mi intención ahora hacer una descripción detallada de esta experiencia, pero merece Usted saber que he visto y hablado con personajes singulares. He visitado hermosísimos lugares aunque hay varios que, por mi condición de amortal, me están vedados.
Casi todas las semanas se organizan excursiones al Infierno.
Por supuesto, no soy el único al que se le permite visitar el Cielo en las condiciones en que yo lo hago. En rigor de verdad cualquiera que se anime a morir por unos minutos y tenga un poco de perseverancia, puede hacerlo. La experiencia es en un todo recomendable.
El motivo final de la presente, Sr. Juez, es ponerlo al tanto de mi intención de viajar nuevamente en los próximos minutos. Durante todo el día he estado pensando en mí y en lo cansado que me siento. Estoy sentado en una mesa, en la vereda de un bar que da a la plaza y es mediodía. Siento un gusto entre sádico y morboso en matarme frente a mucha gente. Y la hay a montones acá. Ya he dispuesto la pistola sobre la mesa, al lado de esta carta. Me aseguro de que alguien, al azar, me está mirando cuando pongo el caño de la pistola en mi boca. La mujer que me mira se espanta y el señor que está sentado en la mesa vecina se sobresalta cuando escucha el estampido. Lo de siempre. Es curioso con qué velocidad ocurre todo. Se arremolinan a mi lado tratando inútilmente de ayudarme. Llega una ambulancia con los paramédicos, y fotógrafos. Luego viene el hospital, la camilla y los médicos que aun tratan de reanimarme. Me declaran muerto y me hacen una autopsia. El médico llena un formulario donde escribe que encuentra algo en mi sangre.
Me gustaría gritarle que lo que me mató fue el disparo. Que no se preocupe, que regresaré pronto.
Encuentra algo en mi sangre.  Fenilciclohexilpiperidina.  Fenciclidina.
"...Fenciclidina, también llamada PCP o Polvo de Ángel..."
Está loco. No sabe que los Ángeles son mis amigos.

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