sábado, 14 de mayo de 2005

La Leyenda del Pitistruli

Las leyendas son, generalmente, el producto destilado por la imaginación de una comunidad, algún hecho, algo que ocurrió realmente (o sea, de este lado de la razón). Y es tarea de un buen Desculador de Leyendas saber encontrar los vestigios de verdad que cohabitan con la bruta mole de bolazos, infaltable en estos relatos.
Cualquiera puede descular leyendas. En realidad, el conjunto de ellas en sí, no presenta ningún inconveniente. Pero hay una en particular que resume, en lo extraño de su texto, una especie de batahola entre los democráticos pliegues del mundo tangible, cercano, cotidiano; y los rebeldes y acuartelados recovecos de la histeria colectiva.
Lo dicho hasta acá no constituye más que una sarta de palabras apilados al cuete como para llenar espacio. Si alguno de los que están leyendo le encuentra sentido, bueno, allá éI. Yo sigo.
Hablamos de la leyenda del Pitistruli.
Cuentan que hace mucho tiempo, en un país que ya no existe. había una ciudad muy, muy grande llena de exquisitas mansiones y señoriales castillos a la que Ilamaban Imperio. Y por vaya uno a saber que prostituta coincidencia, tenía una Universidad bastante parecida a lo nuestra. Allí había un servicio de guardia. En lo guardia estaba el Boby. Y a pocos metros del Boby. estaba la Facultad de Veterinaria.
Dicen que había un estudiante que le tenía un hambre bárbaro al pobre perro, dicen.
Acá entra en juego el Desculador de Leyendas. Cualquiera que conozca la Universidad Puede inferir, sin ningún tipo de dudas, que la leyenda incurre en un verso talle 112, por lo menos (grande ¿vió?). Cualquiera sabe que es imposible que UN alumno de Veterinaria quiera hacerle algo a un perro. De haber un animalito suelto. no serán menos de VEINTE los doctores lanzados como gurkas a lo caza del infortunado. Sigamos.
La leyenda narra las desventuras por las que atravesó el Boby huyendo del estudiante. Su vagar escondiéndose en aulas, facultades, laboratorios y dependencias.
Su sigilosa vigilia en las noches. Su milagrosa salvación a la trampa de la inyección de formol. Y su lamentable descuido.
Sabido es que no hay Rambo que dure cien años. Y bueno, un triste día le tocó al Boby.
El instrumento de la perdición fue la Florencia, una perrita que era un primor.
Suave como la seda. Blanca como la nieve. Y falsa como ella sola.
Y allá fue a parar el Boby.
Se encanutó hasta las cejas.
Cuentan que aún hoy puede verse a la ingrata disfrutando de los huesos malhabidos con los que le pagaron los humanos por traicionar o los suyos.
¡Qué no le hizo el malvado estudiante al Boby! Le abrió la panza, le cortó lo cola, le afanó el bulbo raquídeo, lo trinchó, lo espichó y lo cosió.
Cuando acabó con el pobre, lo largó solito.
El Boby ya no era el Boby.
Sin los atributos propios de su sexo, el pobre rumió su pena rumbo al bajo y se metió en el río. Lloró su dolor por el bien perdido durante cuatro días con sus noches. Le aulló a las estrellas, al viento sur, a las lechuzas y a un cervatillo rojo, evidentemente desubicado dentro del contexto general en que se desarrolla lo leyenda.
A la mañana del quinto día, el sol contempló, asombrado, un hermoso Pististruli blanco que ocupaba el lugar donde había secado sus ojos el desdichado Boby, del que sólo quedaban unas cenizas doradas y azules.
El Pitistruli estiró sus doce pares de patas, agitó sus cinco alas y levantó vuelo. Sobrevoló una vez el Campus sonriendo a medias.
No hubo nadie que viera cómo se fue volando hacia el cielo de los perros.

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