viernes, 5 de marzo de 2021

Desde Miami, USA, y en Amazon, ya está disponible «33 Relatos hispanos»; antología de cuentos ganadores del concurso «Cuéntale tu cuento a La Nota Latina». Allí, mi «Historia de Aukán, Quillén y la moza bonita».

Está acá y acá abajo:

Historia de Aukán, Quillén y la moza bonita – Daniel Frini 

—Vea mozito —dijo el viejo Sánchez, que hablaba así, con zeta—, le estoy contando de un tiempo mucho antes de que Tata Dios viniera por estos pagos.

Era de madrugada, y la luna nueva permitía una extraordinaria visión de las estrellas. Las noches de los sábados, el almacén de don Espronceda oficiaba de boliche para la peonada de los campos de varias leguas a la redonda. Una suave brisa del sur hacía aún más frío el invierno y mi poncho me protegía a duras penas de la incipiente helada. Ya no sentía las orejas, pero hubiese sido una desconsideración imperdonable dejar las mesas donde se mezclaban botellas añejas de ginebra, de aquellas de barro, algún porrón de cerveza y dos o tres botellas de vino; debajo de la parra sin hojas, y pobremente iluminada por la débil luz del farol ―colgado en las vigas del techo, adentro— que escapaba por una pequeña ventana.

Yo era peón de don Peralta, y llevábamos una tropilla desde Azul hasta Pergamino. Habíamos hecho un alto en los pagos de Chacabuco; en un viaje que hacíamos tres o cuatro veces al año. Lo de Espronceda era una parada obligada, y oír las historias de don Sánchez, un placer que recuerdo con enorme nostalgia.

—Qué noche, ¿no, don Sánchez? ¿Vio lo que son las estrellas? ―aguijoneó alguien, a sabiendas de que el viejo no iba a resistirse a inventar una historia fantástica.

―Por acá vivían los pampas, mucho antes que los araucanos; y había otros dioses, antes del Crucificado —dijo don Sánchez, mientras se persignaba. Y arrancó—. Mire, yo creo que la tierra estaba fresca, entuavía. Y los dioses no habían aprendido a distinguir entre el bien y el mal. Y no había mucha gente. De acá al mar, debe haber habido unos diez humanos, no más. Tampoco sé si ya se habían inventado los guanacos. Por la zona donde ahora está el Tandil, vivían dos hermanos, muy pendencieros ellos. El cura de Balcarce me anotició, una vez, que a él le habían dicho que eran hijos del primer hombre y la primera mujer pampas; y yo creo que era así. Hace tanto de esto, que nadie se acuerda de los nombres de ellos, así que vamos a suponer que se llamaban Aukán y Quillén, digo yo, que son nombres bastante comunes entre los infieles. Una vez, los dos hermanos viajaban, caminando, más o menos por donde ahora está Olavarría, allá en el sur, buscando mujer para poblar la pampa. Dicen que encontraron una india muy bonita, pero que no se mostraba interesada en ninguno de los dos. Varios días estuvieron siguiéndola, hablándole de las cosas que le podían dar cada uno. Uno le prometía un rancho, el otro uno más grande; uno le decía dónde encontrar una aguada, el otro le decía que tenía un manantial con agua fresquita. Cosa curiosa, vea, discutían tupido, pero paraban por las noches; porque en la época que le cuento no había estrellas; y la luna era gurisa y apenitas alumbraba un día de cada cien; y el miedo no es sonso, vea. Entonces, paraban de peliar. Endispué, hacían un fueguito y carneaban algún peludo o una liebre, y tomaban aguardiente de caña, para curarse del julepe, porque entonces no se sabía si el sol iba a volver al otro día. Peliaron tupido por la moza, pero ella, al final, se fue con un charrúa que supo cruzar a nado el Plata, cuando el río no tenía más que un tiro’e piedra de anchura. Pero el Aukán y el Quillén quedaron muy enemistados. Dicen que una noche que volvían para el Tandil, tan enojados entre ellos que ya se habían olvidado de buscar mujer; se dieron cuenta que tenían hambre. Pararon —yo calculo que sería por los pagos de 9 de Julio—, atraparon un puma, lo que son las cosas, y juntaron toda la leña que pudieron encontrar para hacerlo asado. Aukán prendió el fuego con dos pedernales, y endemientras se alistaban las brasas, Quillén fue cueriando al bicho, a mano nomás, y los dos acompañándose en las tareas con unos tragos de caña. Al poco rato, estaban mamados y empezaron otra vez la pelea. Que la guaina me quería a mí; que no, que me quería a mí, que sos un mal hermano, que ya te via arreglar a vos, y todo así. Hubiera sido hoy, se faconeaban los dos, vea. Pero en aquella época entuavía no se había inventado el fierro, y yo creo que eso los salvó de despenarse el uno al otro. El Aukán ya tenía las brasas dispuestas cuando le dijo al hermano «Vos, rotoso, sos poco hombre pa’tanta mujer». Y ya se sabe que pa’un pampa no hay insulto mayor. Así que el Quillén se le fue al humo al hermano, y le tiró dos o tres manotazos. El otro, que parece que estaba un poco menos en curda, lo esquivó. Entonce, el Quillén, medio ciego de bronca y de impotencia, tomó tres trancos de carrera, apuntó al otro, y le pateó las brasas con todas sus fuerzas. Tan fuerte, tan fuerte que las brasas pasaron por arriba del Aukán, siguieron y siguieron viaje.

El viejo Sánchez se quedó callado. El silencio nos ganó a todos, y solo se sentía el silbido del viento, en el que ahora se había transformado la brisa, entre las hojas de los eucaliptus del camino.

―¿Y, don Sánchez? ¿Qué pasó endispué? —dijo el Pardo Sosa.

―Ahí tan las brasas —dijo el viejo, describiendo un arco con su dedo índice, marcando el recorrido de la Vía Láctea.

 


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