domingo, 11 de abril de 2010

Alf layla wa-layla

— ¡Alá es grande!— dijo la princesa Scherezade cuando vio a los mil y un apaches — ¡Todos para mi sola! Y se los ve tan exóticos con esos modelitos… ¿Quién les hace esos trajes, ricura? — le preguntó al más cercano a ella, que parecía estar al mando del grupo; vestido con un chaleco de piel de ciervo, un taparrabos extrañamente largo y mocasines, el cabello lacio atado en una trenza y la cara pintada en líneas oblicuas blancas.
El hombre miraba a todos lados con temor, y no habló.
— ¿Cómo te llamás, tesoro? — insistió ella.
— Gokhlayeh — dijo él — Pero me dicen Gerónimo.
— ¡Ay, pasen, pasen!¡Qué amorosos! Y vos, cielito, vení conmigo.
La princesa sabía que su esposo, el Gran Sultán Shahriar, le obsequiaría un presente traído de tierras lejanas, en compensación por tantas noches de sufrimiento esperando una muerte que, Alá sea alabado, jamás llegó. Según palabras del Gran Visir, el Sultán esperaba que el presente fuese de su agrado; y recalcaba muy especialmente que eran para su exclusivo solaz y esparcimiento.
Scherezade llevó a Gerónimo a su alcoba, de la que salió, espantada, un minuto después. Hizo desvestir a los otros mil guerreros, y lloró.
Claro estaba. Poseía, ahora, su propio harén, el más grande de todo el Islám: mil y un apaches eunucos.

2 comentarios:

David Baizabal dijo...

Jajaja, Shahriar no era ningún pendejo. Qué buen ritmo,me gusta la resolución del cuento. Muy bueno.

Pd. Te faltó un acento en "y lloro"

Anónimo dijo...

gustoo muchoo esto sobre todo porlo dewalayla...