lunes, 20 de octubre de 2014

La brújula herida

De haber sabido que esa era la última vez que la veía, hubiese guardado el enojo y le hubiese dicho cuánto la amaba. Ella hubiera sonreído y soltado la manija de la puerta. Pero no. Ella salió del bar y dobló a la derecha. 
Durante los treinta y ocho años siguientes, hasta su muerte, lo persiguió la imagen de un mechón de cabello movido por el viento; que fue rubio, al principio, y que, sobre el final de su vida, era casi como un trazo de caligrafía china. 
Un año después del episodio del bar, lo buscaron para un trabajo, con la promesa de un diez por ciento, y le dieron una Smith & Wesson. Su inexperiencia le costó un guardia, un policía y veintidós años en prisión. En alguna pelea, perdió la vision del ojo 
derecho y la movilidad de la pierna izquierda. Cuando salió, viajó al sur, a trabajar como peón en una estancia, cerca de Coronel Gregores. Algunas veces la amaba; las más, la odiaba. La lloró una y mil noches. Nunca más supo de ella. Murió un anochecer, entrando al invierno.

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